En este artículo queremos reflexionar sobre las condiciones de posibilidad de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones. ¿Qué nutrientes son necesarios en el nuevo terreno de la infancia y la juventud de hoy, para que sean capaces de abrazar la fe de nuestros antepasados? ¿Qué disposiciones debemos cultivar en la interioridad de cada persona en crecimiento, para que la encarnación del Dios de Jesús encuentre un pesebre en el que nacer? ¿Cómo se puede allanar gradualmente el camino para que la manifestación del Cristo interior tenga lugar en la vida de los que nos sucederán en el tiempo?

1. Demorarse, detenerse, hacer una pausa para percibir más allá de las cosas

Para que las cosas revelen su significado, el aura que contienen y su profundo ser en contacto con nuestra sensibilidad, es claramente necesario darles tiempo para hacerlo. Más aún hoy en día. Los niños y los jóvenes suelen sufrir una inmediatez que les lleva a una vida sedentaria. Las pantallas, que transmiten incesantemente información fugaz, los absorben. La posición estática del cuerpo, inmóvil, contrasta con la inquietante cantidad de información, atracciones, conocimientos y entretenimiento que se proyecta para uso casi exclusivo de las manos y la mente. Al mismo tiempo, desde una edad temprana, se les llena de multitud de tareas, actividades deportivas y cursos destinados a desarrollar tal o cual habilidad, con el fin de aliviar a sus ocupados padres de sus obligaciones de cuidado. Esto genera en ellos una sensibilidad hipercinética, pero sedentaria; hipermental, pero sin el control de las emociones; hiperfísica, pero desconectada de la autointerpretación.

Hay que poner remedio a esta situación de desequilibrio. La infancia y la juventud de nuestra época necesitan tiempo para explorar el mundo exterior e interior. Para que las cosas los atraigan por lo que irradian y no sólo porque los estimulan ininterrumpidamente, hay que permitir que los niños se aburran, que se entreguen a la ociosidad creativa, que no hagan nada productivo o provechoso para su educación inmediata. Las pedagogías deben desarrollarse a partir de un contacto sensible y duradero con las realidades más cercanas, durante un periodo prolongado de tiempo. Por ejemplo, concentrarse en el latido del corazón humano, percibir intensamente la propia respiración, maravillarse con los datos que transmiten los sentidos en contacto con una sola cosa a la vez.

Al imponer a los niños, desde una edad temprana, una multiplicidad de estímulos y tareas, estamos reduciendo en ellos esa percepción continua del «mientras» que reside en el espacio entre el conocimiento de una cosa y el mensaje que lleva. Para percibirlo, es indispensable poseer la capacidad de esperar.

Sobre todo, la fe requiere ese ejercicio, porque no responde a las provocaciones, sino a la capacidad de percibir lo que late más allá de cualquier objeto sensible. Lo divino se capta en este retorno a las realidades humanas que permiten apreciar la existencia de ese plus de ser. De ello se desprende que debemos ayudar a los niños y jóvenes a aprender a explorar el misterio de Dios en el mundo por sí mismos. Para ello, hay que elaborar una mistagogia adecuada a cada etapa de desarrollo.

Transmitir datos, informaciones, nociones sobre la fe, la Biblia, el catecismo, etc., del mismo modo que se dan las cosas, no sirve de nada; más bien, todas estas informaciones deben proponerse como pistas de algo más profundo, como símbolos que van más allá de lo concreto y revelan su significado al corazón del hombre, que busca el sentido. Por ejemplo, el misterio de la palabra de Dios en la tradición del libro debe implicar una aproximación que pase por una apertura al misterio del propio libro, a su grosor, a su volumen, a su dimensión sagrada, a su función, a sus colores, a la multiplicidad de mensajes que contiene.

2. Reiterar, repetir, volver a recorrer

Entendida como una capacidad típica de la conciencia humana, la reflexión es un retorno, una inclinación sobre las cosas y situaciones que ocurren en nuestra vida. Debemos alentar pacientemente la repetición de actos, de hábitos saludables, de rituales positivos, como una de las novedades más necesarias para ganar algo bueno para la vida. Nuestra existencia, impregnada de noticias constantes, de noticias de última hora, de dispositivos que se actualizan constantemente, pasa por la sensación de que todo es efímero. Todo envejece rápido, nada tiene tiempo de adquirir peso histórico, relevancia. Las novedades aparecen y se desvanecen sin densidad en la atmósfera de la desintegración de la información, de los datos, de las «cosas que pasan». Todo pasa sin dejar rastro. Por lo tanto, quien quiera saber más sobre lo que Dios está haciendo en la historia de los acontecimientos humanos debe necesariamente considerar la historia pasada.

Quienes atraviesan la infancia y la juventud en la era digital no perciben épocas remotas, realidades antiguas: en esencia, el pasado. Para ellos, estas realidades están más allá del umbral de lo que merece la pena investigar. Su perspectiva es de corto alcance, y lo que se les escapa está vacío, no vale la pena volver a él. Y, sin embargo, en la tradición judeocristiana, lo divino se da más allá de la historia, cuando el kairós se teje con el cronos en el tapiz de la historia de la salvación.

Para devolver el sentido a las cosas, para extraer de ellas las múltiples posibilidades de ofrecer nuevos significados en contacto con el paso del tiempo y las circunstancias históricas, es necesario ejercer la «circularidad». Si no ayudamos a los niños y jóvenes a descubrir que en la repetición siempre hay algo nuevo, seguiremos aumentando su desprecio por lo que se usa y se entiende como obsoleto, inútil, insignificante, que hay que desechar. Repetir, por otra parte, no es siempre algo malo: no es necesariamente la consecuencia de un fracaso, como cuando se suspende un examen escolar. Muchas veces repetir es necesario para crecer mejor, para aprender al propio ritmo, para asentarse y encontrar un mejor equilibrio. La repetición y la insistencia son valores a proponer. Al fin y al cabo, pertenecen a los rituales cívicos, deportivos y religiosos que nos caracterizan socialmente y nos dan una identidad.

Sin embargo, hay una dimensión de la relación con el pasado que no debemos consentir. Una dimensión que ocupa demasiado terreno hasta el punto de acentuar en exceso la tendencia a separar las cosas de la historia que les da sentido. Hablamos de la nostalgia como una deformación deletérea de la memoria. Su virus aprisiona la memoria en una jaula dorada de lamentos por «lo que ha sido y ya no es», creando mentalidades tristes y amargadas que idealizan el pasado y se vuelven incapaces de descubrir su significado para el presente. La nostalgia no ve la historia como una maestra de la vida: la relega a una galería de objetos de museo, viejos y polvorientos, queriendo evocar emociones de un pasado desaparecido para siempre, que nadie puede revivir. Debemos luchar contra la nostalgia como amenaza para la fe.

3. Compartir silencios y gestos inexplicables

Entre las realidades humanas que logran cohesionar porque actúan en el interior con un impulso unificador, está el silencio. Entre quienes comparten momentos de silencio, habitándolos, se establece una armonía común. El silencio acuna lo que somos sin mostrar nuestras diferencias. De hecho, las oculta, porque las reúne en sí y hace innecesario que se especifiquen. El silencio es unión y tiene una semántica propia, ajena a la palabra hablada. A menudo, cuando no hay nada particular que decir, actividades como dormir, jugar, trabajar, escuchar en silencio, compartir el mismo espacio físico, generan comunión.

Los gestos simbólicos o rituales que presenciamos no necesitan ser explicados: se experimentan, se realizan, simplemente se hacen. Un acto como arrodillarse con los ojos cerrados, en silencio, dice mucho más que cualquier explicación de la oración y el recogimiento. Habla por sí mismo, sin palabras, invita a experimentarlo. A veces, el impulso de explicarlo todo equivale a la tentación de controlarlo todo.

La pedagogía del silencio y del gesto sin palabras, en un contexto sobrecargado de ruido y acciones vacías como el que vivimos, abre una puerta a la fe como posibilidad a cultivar. La fe se encarna en el alma como palabra de vida eterna si se protege de los gritos emocionales a los que exponemos sin descanso a los niños y jóvenes. Estos, en su camino hacia la madurez, necesitan silencios significativos, estructurantes, en los que se cimenten los vínculos: silencios profundos y gestos que sugieran preguntas sobre el misterio del Verbo hecho carne y lo hagan perceptible.

4. Descansar de la información

Debemos aprender a descansar de estar constantemente informados sobre algo. Si la acumulación de datos nos da la impresión de estar informados o conectados, en realidad nos hace estar cada vez menos informados y nos vuelve menos capaces de comunicar. Ahora se habla de la «infoxication», de la intoxicación por la información, como una enfermedad, y esto debería hacernos reflexionar sobre la necesidad de desarrollar actitudes que nos permitan consumir información en la medida en que realmente la necesitamos.

En el caso de los niños y jóvenes, es plausible que el enjambre de datos e información sólo sirva para desvanecer, en ellos, las jerarquías según las cuales los evaluamos. Todo está al mismo nivel: la guerra, el cotilleo, las noticias falsas, el análisis, la moda, el deporte, etc. Les estamos enseñando que la información es siempre excesiva, por lo que probablemente sea falsa e inútil para la vida práctica. En cambio, debemos ayudarles a idear mecanismos de aprendizaje orientados a la búsqueda crítica de la información necesaria sobre algo significativo para su existencia. Nuestros programas educativos también adolecen del mismo defecto que la información desjerarquizada. Tantos años pasados, en la escuela, con el método de martillar datos, conocimientos fragmentarios, mosaicos fragmentados, sólo pueden hacer daño a la investigación de muchos jóvenes ansiosos de entender para qué vinieron al mundo.

La fe es una buena noticia para la vida de los que creen. ¿Qué podemos hacer para que no sea una información más entre muchas otras? ¿Cómo debe ser la información sobre las cosas de la fe, para que no caiga en el mismo caldero que el resto? ¿No será la realidad religiosa una mejor Buena Noticia si se da testimonio de ella en lugar de hacerla objeto de información?

5. Tratar las cosas con delicadeza, coser, remendar, tejer

La nuestra es una sociedad violenta y dividida. Esto no es nada nuevo. Nos hemos acostumbrado a manipular las cosas, los vínculos, nuestro propio interior, y a separar, clasificar, construir trincheras, formar grupos y facciones. Abusamos de la naturaleza, la devastamos y la manipulamos sin control ni medida. Hemos roto el hilo que une las cosas a su origen, hemos declarado nula la interrelación del cosmos. Por ejemplo, los alimentos producidos industrialmente están desprovistos de esa sacralidad, propia del tiempo, que los hace diferentes, únicos, originales y, sin embargo, parte del todo. Los mecanismos de producción masiva de bienes de consumo, borrando cualquier singularidad, hacen que los productos producidos en masa parezcan infinitos e idénticos a sí mismos.

Lo mismo ocurre con las personas. En sus relaciones, los seres humanos se transforman en objetos más o menos manipulables o temibles, muy raramente en seres sagrados. Así que somos propensos a herirnos los unos a los otros, y a hacerlo de la misma manera que nos hieren. El acoso escolar constituye a menudo una guerra silenciosa y terrible, que puede costar la vida a quienes no encuentran refugio en sus amigos, familia o instituciones.

Esta ruptura del vínculo social debe encontrar un remedio en la experiencia sensible. ¿Y si todo el mundo se tomara unos minutos durante la semana para reparar algo roto, para hacer algo nuevo, para suturar una herida abierta? Hay muchas experiencias destinadas a romper, dividir, atacar, y pocas destinadas a restaurar, reparar, recuperar, sintetizar.

En cuanto a las realidades litúrgicas, algunas catequesis destinadas a buscar la cercanía, probablemente como reacción a un exceso de distancia, las han privado de su encanto, les han quitado el misterio que las envuelve, las han reducido. También ha sucedido que la propia relación de los ministros con las cosas sagradas se ha vuelto un tanto mundana, o demasiado artificial y puntillosa. De este modo, distorsionan la familiaridad con el misterio de las cosas y generan una relación disonante, que a la infancia – tan amiga de lo maravilloso – resulta ajena.

La educación en la fe debe tender siempre a la mistagogía, que es la pedagogía del misterio, la búsqueda de ofrecer un camino de iniciación a las realidades divinas.

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Emmanuel Sicre, SJ
Rector del Colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe (Argentina).
Ha publicado numerosos artículos y colabora regularmente con La Civiltà Cattolica.

 

Imagen e información de  laciviltacattolica.es