Tony Mifsud SJ nos comparte su artículo, publicado inicialmente en la Revista Cuestiones Teológicas de Colombia (Vol. 47, No 108 , 2020, pp. 134 - 154).
En el ejercicio del discernimiento, escribe Juan Pablo II, se intenta reconocer “una llamada que Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente”[1]. Por consiguiente, escribe el Papa Francisco, el pensamiento cristiano “nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva”, porque “sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino”[2].
1.- El discernimiento en el pensamiento teológico
En la actualidad, la palabra discernimiento ha superado dos límites que la tenían reducida a la sola disciplina de la espiritualidad y con el significado preciso de su dimensión de la vida religiosa. Discernir la vocación se entendía unilateralmente como una elección a la vida religiosa o al sacerdocio. El Concilio Vaticano II rompió esta estrechez de miras y la incluyó en el concepto eclesiológico de la sinodalidad de la Iglesia.
Así, Juan Pablo II, en Christifedelis laici, recuerda que el Concilio superó interpretaciones precedentes y prevalentemente negativas, abriéndose a una visión decididamente positiva, manifestando “la plena pertenencia de los fieles laicos a la Iglesia y a su misterio, y el carácter peculiar de su vocación, que tiene en modo especial la finalidad de buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios”. Por tanto, “con el nombre de laicos - así los describe la Constitución Lumen gentium - se designan aquí todos los fieles cristianos a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso sancionado por la Iglesia; es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el Bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes a su modo del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les corresponde”[3].
Así, por el bautismo, existe una común vocación que no permite distinguir entre superiores e inferiores. “Todos en la Iglesia, precisamente por ser miembros de ella, reciben y, por tanto, comparten la común vocación a la santidad. Los fieles laicos están llamados, a pleno título, a esta común vocación, sin ninguna diferencia respecto de los demás miembros de la Iglesia”, es decir, llamados a vivir la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad. Por tanto, “la vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación (cf. Rom 6, 22; Gal 5, 22), suscita y exige de todos y de cada uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo, en la recepción de sus Bienaventuranzas, en el escuchar y meditar la Palabra de Dios, en la participación consciente y activa en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia, en la oración individual, familiar y comunitaria, en el hambre y sed de justicia, en el llevar a la práctica el mandamiento del amor en todas las circunstancias de la vida y en el servicio a los hermanos, especialmente si se trata de los más pequeños, de los pobres y de los que sufren”[4].
En otras palabras, hay una igual dignidad entre todos los miembros de la Iglesia, por obra del sacramento del bautismo, pero una distinción en cuanto a la vocación específica. Hay una unidad en la diferencia, o, complementariedad en la diversidad. Es el concepto paulino del Cuerpo Místico de Cristo. “La comunión eclesial se configura, más precisamente, como comunión orgánica, análoga a la de un cuerpo vivo y operante. En efecto, está caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades. Gracias a esta diversidad y complementariedad, cada fiel laico se encuentra en relación con todo el cuerpo y le ofrece su propia aportación”[5].
La palabra vocación puede entenderse en el sentido amplio de un llamado de Dios.[6] “Con respecto a la vocación, Francisco comienza resaltando su carácter universal. Dos coordenadas determinan la vocación del cristiano: el llamado a la amistad con Jesús y el llamado a ser para los demás. El Papa constata que para la enorme mayoría de los cristianos la vocación se traducirá en la vida familiar y en su trabajo: la propuesta es entonces una espiritualidad que permita vivir ambas dimensiones como llamados de Dios… En definitiva, la propuesta de Francisco es que todo cristiano puede vivir su vida como vocación… En este sentido, es valorable la normalización del concepto de vocación: es el modo en que todo cristiano puede entender su vida, como expresión de su relación con Jesús y de su servicio a los demás”[7].
Si la vida del cristiano se comprende desde la vocación, entonces el discernimiento resulta fundamental y fundante para su vida, ya que el discernimiento es el camino para descubrir la propia vocación. “Una expresión del discernimiento es el empeño por reconocer la propia vocación”[8].
Este discernimiento no se limita a un ejercicio de la razón, “porque se trata de entrever el misterio del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno […]. Está en juego el sentido de mi vida ante el Padre que me conoce y me ama, el verdadero para qué de mi existencia que nadie conoce mejor que Él”[9]. Por tanto, implica dejarse transformar por Cristo, reconociendo “la obra de Dios en la propia experiencia cotidiana, en los acontecimientos de la historia y de las culturas de las que formamos parte, en el testimonio de tantos hombres y mujeres que nos han precedido o que nos acompañan con su sabiduría”[10].
“Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo, a quien instituyó heredero de todo y por quien también hizo el universo” (Heb 1, 1 - 2). Estas palabras del Escritura fundamentan la necesidad de discernir la voz de Dios en la historia, o, en términos conciliares, la lectura de los signos de los tiempos. El punto central es la Persona de Jesús. Jesús no es un profeta sino el profeta. Él envía al Espíritu que habla en nosotros. Por tanto, cabe al cristiano discernir esta voz del Espíritu.
La expresión discernimiento de espíritus se encuentra en las cartas del Nuevo Testamento[11], pero no en los Evangelios. Éstos traen, sin embargo, la experiencia vivida de discernimiento. Los Evangelios Sinópticos no emplean la palabra, pero sí el proceso de discernir. De hecho, las parábolas suponen un continuo discernimiento: (a) Ser sal o hacerse insípido[12], (b) Ojo sano o enfermo[13], (c) Camino espacioso o angosto[14], (d) Edificar sobre la arena o sobre la roca[15], (e) Pescados buenos o malos[16], (f) Invitados de la primera o de la última hora[17], (g) Vírgenes sabias o necias[18], (h) Cultivar o desperdiciar talentos[19], y (i) Reconocer o desconocer al Hijo del hombre en sus hermanos desnudos, enfermos o prisioneros[20]. Comprender y vivir las parábolas es practicar el discernimiento.
Tony Mifsud, SJ
Colabora en Departamento Teología y en la Pastoral
de la Universidad Católica del Norte (Chile) y
en la Red Apostólica Ignaciana (RAI) de Antofagasta.
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[1] Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 25 marzo 1992, No 10.
[2] Francisco, Evangelii Gaudium, 24 noviembre 2013, No 45.
[3] Juan Pablo II, Christifedelis laici, 30 de diciembre 1988, No 9.
[4] Juan Pablo II, Christifedelis laici, No 16.
[5] Juan Pablo II, Christifedelis laici, No 20.
[6] Cf. Francisco, Christus Vivit, 25 marzo 2019, No 248.
[7] Hernán Rojas s.j., “Exhortación apostólica Christus vivit: Toda vida cristiana es vocación”, en Mensaje, 679 (2019) 39.
[8] Francisco, Christus Vivit, No 283.
[9] Francisco, Christus Vivit, No 280.
[10] Francisco, Christus Vivit, No 282.
[11] Cf. 1 Cor 12, 10; 1 Jn 4, 1.
[12] Cf. Mt 5, 13.
[13] Cf. Mt 6, 22 - 23.
[14] Cf. Mt 7, 13 - 14.
[15] Cf. Mt 7, 24 - 25.
[16] Cf. Mt 13, 47 - 50.
[17] Cf. Mt 22, 1- 4.
[18] Cf. Mt 25, 1 - 13.
[19] Cf. Mt 25, 14 - 30.
[20] Cf. Mt 25, 31 - 46.
Información: revistas.upb.edu.co