Orar es ir aprendiendo a llegar hasta el corazón del mundo para reconocer en él la presencia del Señor y dejarse llevar por su apasionado amor por quienes viven en él. Este progresivo aprendizaje brota de un “encuentro" o "situación de revelación". En ella la "aparición" de la presencia del Espíritu y del poder de su amor va generando en nosotros un movimiento de transformación ("cultivado" por la oración de contemplación) y un movimiento de comunión ("cultivado" por la oración de discernimiento). Al orar, evocamos e invocamos. Evocando, recordamos agradecidamente aquellos signos de la presencia del Señor -invisible pero actuante que nos acompaña envolviéndonos, tanto en la soledad como en la solidaridad. E invocando, anticipamos esperanzadamente aquella presencia del Señor que va viniendo a nuestra vida tanto en la espera como en la entrega.