Es importante entender que el verdadero resorte de la migración no es ya la aspiración a ser parte de un diluido “sueño americano,” sino la posibilidad de dejar atrás la pesadilla en la que se encuentran.

 

Las recientes elecciones de medio término en Estados Unidos confirmaron lo ya sabido: la migración tiene un lugar central en el debate político y continuará ocupando un lugar clave en definir las preferencias políticas de los votantes en el país del norte. Mientras que los demócratas han intentado en los últimos meses enfocar la discusión en el aborto y en la defensa de los derechos sexuales y reproductivos (tema en el que le llevan ventaja a los republicanos), los republicanos siguen centrándose en la inmigración y la supuesta amenaza que ésta representa para la estabilidad política y económica del país.

Las razones de los republicanos de poner a la inmigración al centro del debate son obvias. Los discursos anti-inmigrantes enarbolados en nombre de la integridad de la nación estadounidense han sido parte de una táctica política que les ha dado frutos en el pasado. Nada más hay que recordar la elección de Donald Trump y la atención y apoyo que recibieron sus pronunciamientos racistas en contra de los “bad hombres” que estaban “invadiendo” el país desde México y Centroamérica.

Aunque algunos analistas han señalado que la táctica de los republicanos denota la desesperación de los miembros de este partido ante lo que será una elección inesperadamente competida y probablemente favorable a los demócratas, lo cierto es que este tipo de discursos criminalizadores de la migración no son nuevos y tendrán repercusiones en las políticas promovidas por Estados Unidos en esta materia más allá de las elecciones del 8 de noviembre.

Más aún, aunque tradicionalmente los demócratas han defendido una visión más integral de la migración de México y Centroamérica hacia Estados Unidos que reconoce las causas estructurales de la misma – tales como la pobreza, crisis ambientales, y violencia – lo cierto es que han estado lejos de promover una política migratoria a la altura de las circunstancias.

El gobierno del presidente Joe Biden ha tomado pasos importantes hacia una política migratoria más humanitaria que incluye programas de asistencia y desarrollo económico en las comunidades de origen. No obstante, las palabras de la vice-presidenta Kamala Harris en su visita a Guatemala en 2021 (incluidas la famosa frase “no vengan”) denotan que el énfasis de la política migratoria de EE.UU. continúa estando en la defensa y control de las fronteras.

Esto sin contar por supuesto la presión de Estados Unidos hacia el gobierno mexicano para que éste detenga el flujo de la migración centroamericana en el sur del país, algo que el presidente Andrés Manuel López Obrador ha hecho a través de la Guardia Nacional y de la creciente militarización de las tareas de control migratorio en México (todo esto, en abierta contradicción con el compromiso inicial del mandatario mexicano hacia la construcción de una respuesta integral, humana, y centrada en atender las causas estructurales de la migración).

Existe evidencia de sobra sobre los costos humanos que una política migratoria basada en el control y la criminalización han tenido para miles de migrantes en su paso por México y en la frontera de México y Estados Unidos. Más aún, es claro que este tipo de políticas no han logrado detener el flujo migratorio, y han simplemente creado incentivos para que los migrantes elijan rutas cada vez más peligrosas y sean presa más fácil de grupos criminales o de la extorsión y violencia ejercida por parte de agentes estatales corruptos.

En el año 2021, por ejemplo, el gobierno de México detuvo un número 307,679 migrantes en sus fronteras (un 43.1% de Honduras, seguidos de Guatemala y El Salvador), una cifra sin precedentes.

Ante el fracaso de enfoques migratorios centrados en la militarización de las fronteras y la persecución de aquellos que deciden migrar hacia Estados Unidos, es necesario poner sobre la mesa las razones que llevan a miles de migrantes a migrar cada año. Solo entendiendo la dimensión de la violencia y los retos estructurales que enfrentan los centroamericanos en sus países de origen será posible diseñar políticas públicas que rindan resultados sostenibles y en el largo plazo.

Más allá de promesas políticas y de discursos abstractos sobre las condiciones que afectan a los centroamericanos, se requieren diagnósticos precisos, basados en estudios de campo y en evidencia empírica.

En una serie reciente publicada por el Programa Noria para México y Centroamérica, un grupo de investigadores con más de una década de experiencia de investigación en el terreno, ofrecen un diagnóstico sobre las causas que hacen que mujeres, jóvenes, niños y familias enteras decidan abandonar sus hogares y comunidades en búsqueda de un sentido de seguridad y bienestar.

Daniel Núñez, José Luis Rocha y Sonja Wolf, cada uno escribiendo desde el contexto que se vive en Guatemala, Nicaragua y El Salvador respectivamente, coinciden en un argumento central: no es una sino múltiples violencias las que impactan a los centroamericanos y el Estado es un actor central detrás de la generación de las mismas.

Daniel Núñez se refiere a la extorsión como un delito que afecta de manera grave a los guatemaltecos, y que obliga a cientos de ciudadanos a desplazarse internamente o a abandonar al país al sentirse desamparados frente a pandillas o grupos delictivos que los obligan a pagar sumas imposibles de dinero (de acuerdo a un reporte, aquellos que son víctimas de este delito deben pagar aproximadamente 60 millones de dólares al año en Guatemala, una cifra altísima y no obstante menor a la que deben pagar los ciudadanos en Honduras y El Salvador).

La impunidad, la incapacidad del Estado de responder frente a este delito, y la complicidad en algunos casos de la policía, generan una sensación de desprotección y desesperación que orilla a las personas a migrar.

Sonja Wolf, por su parte, da cuenta de la violencia e inseguridad generada por las pandillas conocidas como maras en El Salvador. Con origen en los barrios de Los Ángeles, dichas pandillas se transformaron radicalmente una vez que cientos de jóvenes pertenecientes a estos grupos fueron deportados de manera masiva a El Salvador a fines de los 1990. Ahí, en un país con un proceso de paz incipiente y una transición democrática más bien débil, dichas pandillas fueron creciendo en número, presencia territorial, y nivel de organización.

Las políticas punitivas promovidas por distintos gobiernos salvadoreños desde la década del 2000 hicieron el resto: las maras se convirtieron en grupos criminales más disciplinados, más predatorios, y con capacidad de extorsionar, asesinar, e intimidar a cientos de ciudadanos. La tormenta perfecta la han creado tanto las respuestas represivas y fallidas del Estado como la creciente influencia de estos grupos criminales.

José Luis Rocha analiza la situación de violencia política, represión, y pobreza que se vive en el país centroamericano que, hasta hace poco, era considerado un “oasis” de estabilidad al compararse con sus vecinos al norte de Centroamérica. Desde abril de 2018, el gobierno autoritario de Daniel Ortega ha reprimido de manera brutal a grupos de estudiantes, pensionados, y activistas del medio ambiente que lo único que han hecho es exigir mayor democracia, transparencia, y rendición de cuentas.

Mediante el uso político de la policía y los militares y de grupos de choque formados por simpatizantes sandinistas (u orteguistas), el gobierno ha logrado intimidar y forzar al exilio a cientos de activistas, periodistas, y defensores de derechos humanos.

El análisis que ofrecen estos tres autores pone de manifiesto las múltiples violencias que afectan a los centroamericanos – extorsiones, reclutamiento forzado por parte de pandillas, robos, asesinatos, y represión política – y el hecho que, a pesar de la ausencia de conflicto armado tradicional, estos países están lejos de vivir en una situación de paz o democracia. La participación directa de agentes del Estado en la comisión de estos delitos o la promoción de políticas represivas por parte de estos gobiernos (ya sea frente a jóvenes mareros u opositores políticos) deja en claro que estas historias de violencia no son de “buenos” contra “malos” y que cualquier intento de atender a sus causas debe priorizar el combate a la impunidad, la corrupción, y el abuso por parte de las autoridades.

Cuando la vicepresidenta Harris le dice “no vengan” a los centroamericanos, asume que quienes escuchan su discurso no conocen ya los peligros que van a enfrentar en su camino hacia México y Estados Unidos. Asume, además, que estos migrantes no están ya familiarizados con las políticas estrictas de control fronterizo y migratorio que han impuesto los gobiernos mexicano y estadounidense.

Lo que no asume la vicepresidenta y debería de, es el hecho de que a pesar de conocer los peligros y las restricciones que van a enfrentar, estos migrantes centroamericanos saben muy bien que les es imposible continuar viviendo en las condiciones en las que están. Ese es el resorte de la migración. No ya la aspiración a ser parte de un diluido “sueño americano,” sino la posibilidad de dejar atrás la pesadilla en la que se encuentran.

 

Información de opendemocracy.net