El Papa Gregorio I (590-604) era un gran comunicador y quería que los pastores de almas fueran comunicadores eficaces[1]. Pero, para ello, se necesitan reglas, una especie de deontología de la comunicación[2]. Hoy comunicamos todo sobre todo, pero el problema sigue siendo el mismo: ¿quiénes son los comunicadores? ¿Cómo se les forma? ¿Quién juzga si una comunicación es buena? ¿Con qué criterios? ¿Cómo determinar la veracidad de una información?

Gregorio afirma que hay cuatro maneras de comunicar, y lo dice en su latín, que a nosotros puede parecernos un mero juego de palabras, pero que es más eficaz que cualquier traducción: «Toda comunicación – escribe – puede tener lugar de cuatro maneras: aut mala maleaut bona beneaut mala beneaut bona male» (ComJb V, 23, 5). Y he aquí cómo explica esta fórmula suya.

Mala male, ocurre cuando el mal (mala) se presenta sin ser condenado, o cuando incluso es aprobado, y esto es ciertamente mala comunicación (male). Bona bene, ocurre cuando las cosas buenas (bona) se comunican de la manera correcta (bene), es decir, aprobándolas e incitando al bien. Mala bene, significa que también se pueden comunicar cosas malas en sí mismas (mala), siempre que se haga desaprobándolas, y esto es bueno (bene). Por último, también existe la bona male, y esto ocurre cuando el contenido de la comunicación es bueno en sí mismo (bona), pero se presenta de forma que se le da una mala imagen, ridiculizándolo o devaluándolo, y esto es malo (male).

Gregorio da algunos ejemplos bíblicos de esta cuádruple comunicación. Así, el primer caso (mala male) incluye a la mujer de Job, cuando dice a su marido: «Maldice a Dios y muere de una vez» (Job 2,9). En efecto, la mujer sugiere una cosa mala, como es maldecir a Dios, e incita a hacerlo, lo cual es malo. En el segundo caso (bona bene) caen las palabras de Juan el Bautista, que dice: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 3,2). En efecto, el Bautista anuncia un bien (bona), el reino de Dios, e indica cómo acogerlo, es decir, con la conversión (bene). En el tercer caso (mala bene) entra Pablo, cuando habla del pecado contra natura (mala) para condenarlo (bene) (cfr. Rm 1,26-27). Por último, en el cuarto caso (bona male) caen las palabras de los fariseos, que dicen al ciego de nacimiento: «¡Tú eres su discípulo!» (Jn 9,28), con la intención de burlarse de él y maldecirlo. Querer ser discípulos de Jesús es algo muy bueno (bona), pero burlarse de esta intención es algo malo.

A Gregorio le interesa la comunicación que se practica dentro de la Iglesia. En su época, consistía casi exclusivamente en la predicación oral, y esta tarea estaba reservada a los «curati», es decir, a quienes ejercen la «cura» espiritual de las almas. Gregorio considera que la predicación es la principal tarea del sacerdote; la considera un arte, de hecho «el arte de las artes» (RegPast 1, 1), porque tiene que ver con las personas, o más bien con las almas[3]. No se improvisa como «curador» de almas: es un «arte» que hay que aprender y practicar.

«Bona bene»: saber a quién va dirigida la comunicación

La primera exigencia del buen comunicador es considerar no sólo qué decir, cuándo y cuánto hablar, sino también a quién se debe hablar. En la Parte III de la Regla pastoral, Gregorio describe 36 tipos de oyentes, ordenados de forma binaria, hasta un total de 72 tipos diferentes. Sería demasiado largo enumerarlos todos aquí, pero pongamos sólo algunos ejemplos.

Para que la comunicación sea eficaz, escribe Gregorio, es necesario tener en cuenta la condición del oyente, porque es diferente hablar a hombres o a mujeres, a jóvenes o a viejos, a pobres o a ricos, a sanos o a enfermos, a casados o a solteros, a personas leales o a simuladores: «El que predica debe tener en cuenta el nivel del oyente, para que la predicación misma crezca en proporción al crecimiento del oyente» (ComJb 17, 38).

Por eso sería un error exponer toda la ciencia ante oyentes que dan sus primeros pasos, sin tener en cuenta a los que aún están en camino: «El que enseña debe tener cuidado de no predicar más de lo que los oyentes pueden comprender. Debe imponerse un límite y descender al nivel de los que escuchan, porque si dice cosas sublimes a los pequeños, sus discursos serán inútiles y parecerá que está más preocupado por lucirse que por ayudar a los que escuchan» (ComJb 20, 4).

«Bona bene»: comunicación humilde y veraz

El verdadero comunicador «se esfuerza por exponer con la palabra y mostrar con la vida la humildad, que es maestra y madre de todas las virtudes, para presentarla a los discípulos de la verdad más con el ejemplo que con las palabras» (ComJb 23, 24). No basta «poseer la altura del saber si se rehúsa la gracia de la humildad» (ComJb 26, 43).

Por eso, el verdadero comunicador nunca olvida quién es: «El que habla de Dios a los hombres debe recordar ante todo que también él es un pobre hombre, para que desde su propia debilidad juzgue cómo enseñar a sus débiles hermanos. Consideremos, pues, que somos iguales a aquellos a quienes queremos corregir, o que lo fuimos en otro tiempo, aunque por la acción de la gracia divina ya no lo seamos. Corrijamos, pues, con corazón humilde, tanto más moderadamente cuanto más sinceramente nos reconozcamos en ellos» (ComJb 23, 25).

Por otra parte, «los predicadores arrogantes pronuncian con cierta altanería lo que creen haber entendido de un modo muy singular, de modo que sucede que su predicación no puede ser coherente, porque por su detestable orgullo contradicen lo que siembran con su palabra» (ComJb 24, 38). Por el contrario, «las palabras de los verdaderos predicadores proceden de la raíz de la humildad y son capaces de producir el fruto de la piedad; y sin vanagloria, sino con compasión, procuran lo que han podido ganar. Por el poder de la caridad, se identifican con sus oyentes o identifican a sus oyentes consigo mismos, como si aquellos por medio de estos enseñaran lo que oyen, y aprendieran lo que estos enseñan con sus palabras» (ibid.).

«Bona bene»: decir el bien hace bien

La predicación hace bien ante todo a quien la practica: «Porque el que proclama públicamente el bien con la predicación, recibe un aumento de riqueza interior y, empeñándose en embriagar saludablemente los ánimos de sus oyentes con el vino de la palabra, él mismo se embriaga con la bebida de una gracia cada vez más abundante» (RegPast 2,25). Es verdad que al comunicar «uno siente cierta irritación, si es despreciado, o cierta vanidad, si es bien recibido por los oyentes» (ComJb 19,22). Sin embargo, no es vanagloria que el predicador se alegre del buen fruto de su predicación.

Además, no hay nada de malo en que los que se afanan en la predicación reciban su justa recompensa, «no porque la actividad de la predicación tenga por objeto el sustento, sino para que el sustento debido sea en beneficio de la predicación. Por tanto, los buenos predicadores no esperan la predicación con vistas al sustento, sino que aceptan el sustento para predicar» (ibid.).

«Mala male»: falta de preparación

Un primer obstáculo para la buena comunicación se produce cuando el propio locutor no está preparado, porque entonces acaba comunicando cosas falsas o erróneas: «No se puede pretender enseñar un arte sin haberlo aprendido antes con intensidad de esfuerzo» (RegPast 1,1). Sería como si alguien que sólo tiene nociones de medicina se hiciera pasar por médico: «La falta de preparación de los pastores es reprochada por la voz de la Verdad, como cuando el profeta dice: “Los mismos pastores carecen de entendimiento” (Is 56,11). El Señor mismo los detesta, cuando dice: “Ni siquiera los guardianes de la Ley me han conocido” (Jer 2,8)» (ibid.). Sin embargo, algunos, aunque saben que no están preparados, movidos por la ambición, «con el pretexto del ministerio pastoral, pretenden obtener honores, anhelan ser considerados maestros» (ibid.). Son comunicadores «pobres en ideas y palabras» (ComJb 8, 58). Se convierten así en «guías de perdición» (RegPast 1, 2)[4].

Por otra parte, «hay algunos que tienen grandes dotes morales y sobresalen en guiar a los demás: son puros por su compromiso de castidad, sólidos por la seriedad de la mortificación, dotados de tesoros de doctrina, humildes por su gran paciencia, dignos por la fuerza de la autoridad, benévolos en la gracia de la piedad, estrictos en la severidad de la justicia», y, sin embargo, «rehúsan asumir la carga de la predicación» (RegPast 1, 5). Pero cuando es Dios quien llama de verdad, negarse no es verdadera humildad, y puede esconder orgullo, y es en todo caso una falta de amor: «Cuando Jesús dijo a Pedro: “Simón de Juan, ¿me amas?”, y él respondió inmediatamente que le amaba, se oyó decir: “Si me amas, apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-16). Si, por tanto, el compromiso pastoral es la prueba del amor, quien, a pesar de tener los dones, se niega a apacentar el rebaño de Dios, es señal de que no ama al pastor principal» (ibid.).

 

Lee el artículo completo en laciviltacattolica.es

 

Copyright © La Civiltà Cattolica 2023
Reproducción reservada

  1. Gregorio rechazó el título de Patriarca oecumenicus, que algunos querían darle, optando por el de Servus servorum Dei. Sigue vigente la monografía de V. Paronetto, Gregorio Magno. Un maestro alle origini cristiane d’Europa, Roma, Studium, 1985. 

  2. Nos valdremos de las siguientes obras de Gregorio Magno: Regla pastoral (= RegPast); Comentario moral a Job (= ComJb); Homilías sobre Ezequiel (= HomEz); Homilías sobre los Evangelios (HomEv). Traduciremos al español desde la versión italiana: Opere di Gregorio Magno, Roma, Città Nuova, 1990-2014. 

  3. El término «alma» hace tiempo que desapareció del lenguaje eclesiástico; ya no se habla de «cura de almas», de «salvación de las almas», aunque el Código de Derecho Canónico concluya diciendo: Salus animarum, suprema lex. El término debe recuperarse, siempre que se entienda como referido a la persona en su totalidad, en su apertura a lo trascendente. En efecto, a la Iglesia no le interesan simplemente las «personas», sino las personas en su destino eterno, en su destino a Dios, y esto lo pone de relieve precisamente el término «alma». 

  4. En tiempos de Gregorio, la preparación para el ministerio sacerdotal se dejaba a la iniciativa individual o a los centros monásticos. Sólo con el Concilio de Trento (1545-63) se crearon seminarios y facultades de teología.