El espejo de una sociedad compleja
Entre las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza, templanza), la justicia es de hecho la única que es actualmente objeto de investigación desde la reflexión filosófica, gracias sobre todo a su resurgimiento por obra del neocontractualismo. Este intenta presentar la cuestión de la justicia al margen de una perspectiva metafísica y religiosa, identificando criterios de evaluación que permitan a cada hombre decidir «en tanto ser racional, libre e igual»[1]. Una propuesta, por tanto, que puede aplicarse en una sociedad compleja, es decir, que carece de una visión compartida de la vida.
De este modo, según el neocontractualismo filosófico, la justicia puede establecerse en la vida social mediante un tipo preciso de acuerdo, un contrato para ser precisos, en el que individuos que difieren considerablemente en sus sensibilidades, costumbres, filiaciones culturales y religiosas puedan ponerse de acuerdo sobre los criterios de asignación de los recursos disponibles.
Se trata de una propuesta interesante, que pretende responder a la situación de las sociedades secularizadas actuales, cuyas características parecen destinadas a ser cada vez más relevantes política y socialmente.
John Rawls, uno de los más lúcidos divulgadores del neocontractualismo filosófico, en su principal obra, Una teoría de la justicia, al discutir el problema del diálogo entre miembros de distintas posiciones, acuñó el término «consenso superpuesto» (overlapping consensus) como posible punto de encuentro entre distintas corrientes de pensamiento[2]. Para el filósofo norteamericano, el consenso debe limitarse a la justicia social, es decir, debe establecer la distribución equitativa de bienes indispensables para una vida digna, como el reconocimiento de los derechos de cuidado, educación, libertad de expresión, profesión política, cultural y religiosa. El hecho de adoptar posiciones diferentes no impide llegar a un acuerdo, siempre y cuando se alcancen conclusiones compartidas, lo que Rawls denomina «juicios ponderados en equilibrio reflexivo»[3]. Esto requiere que las distintas partes pongan entre paréntesis sus propias convicciones, que sólo pueden encontrar expresión en la esfera privada.
Para conseguir ejercer equitativamente la distribución, Rawls introduce el famoso recurso del «velo de ignorancia»: nadie sabrá realmente a quiénes irán a parar los bienes que han sido objeto del contrato[4]. La de Rawls es una versión actualizada del modelo liberal, según el cual la concepción más general de la vida concierne únicamente a la esfera de la conciencia personal, sin interferir en modo alguno en las dimensiones social y política. Sin embargo, el filósofo no considera en absoluto irrelevantes estos supuestos; al contrario, el compromiso con la justicia presupone una actitud ética fundamental de confianza y cooperación con las demás partes, y se inspira en las diferentes posiciones de partida de las partes contratantes. El compromiso con el bien común es un valor éticamente compartible e indispensable para la comunidad civil. En este sentido, las diferencias de enfoque permanecen invisibles en el plano del acuerdo, pero pueden revelar distintos aspectos del problema que pueden respetar su complejidad[5].
En cualquier caso, Rawls se esfuerza por señalar que el hecho de que los puntos de partida de los que se adhieren al contrato sean diferentes no significa en absoluto favorecer una forma de escepticismo filosófico o de indiferencia religiosa[6], aunque queda por precisar el papel y la importancia de estas realidades en la vida moral del hombre. Lo esencial para el filósofo americano es la protección de la libertad individual, aunque de hecho siga siendo difícil ver con precisión cómo debería ejercerse en una sociedad contractualista: «El ideal sería vivir como una persona justa en una sociedad justa en la que se respetaran los derechos de todos. En tal situación, la persona tendría “la mayor libertad fundamental compatible con dicha libertad para los demás”. Lo que la persona podría o debería hacer con esa libertad parece […] un asunto privado, algo subjetivo, siempre que se cumplan las exigencias de la justicia […], asumiendo que no podemos conocer en detalle lo que es bueno para las personas individuales, ni exigir un consenso sustantivo al respecto»[7].
¿Es posible un enfoque contractual de la justicia?
El libro de Rawls ha tenido un gran éxito de público y una considerable resonancia en los debates de filosofía política. Los intérpretes posteriores han apreciado sobre todo el alto perfil especulativo de su propuesta, pero también han señalado su abstracción, a pesar de los intentos de corrección del propio filósofo en escritos posteriores. Un riesgo nada infrecuente en la reflexión filosófica.
Es más, tal planteamiento, por formal que parezca y limitado a explicar la dimensión procedimental de la justicia, pone de relieve, sin embargo, un residuo ético irrenunciable que no puede dejarse al ámbito privado de la conciencia: la propuesta del contrato social prescinde, en última instancia, precisamente de aquellos bienes que la teoría de la justicia se supone que garantiza. Así se desprende de la noción de maximin (abreviatura de maximum minimorum: hay que valorizar al máximo a los que están peor), que desempeña un papel tan decisivo en su argumentación. Esta no es reducible a un procedimiento simplemente económico, de gestión de recursos, y confiere a todo el proceso una clara caracterización moral. Pero luego resulta impotente en la elección concreta. Amartya Sen pone el ejemplo de tres niños que querrían la única flauta disponible, alegando tres razones diferentes (capacidad, propiedad, indigencia). Todas estas razones son igualmente correctas desde una perspectiva procedimental: «Para los teóricos de las distintas escuelas – utilitarismo, igualitarismo económico, liberalismo práctico – es probable que la solución correcta esté ahí lista y que no sea en absoluto difícil de identificar. Pero, casi con toda seguridad, la solución que cada uno de ellos presentará como evidentemente correcta será muy diferente de la de los demás»[8]. Este callejón sin salida es típico de un enfoque de escritorio del problema de la justicia, basado en reglas y definiciones estrictas, pero incapaz de resolver el conflicto sobre la asignación de la propiedad, que presenta una situación mucho más compleja que la asignación de una flauta.
Los presupuestos éticos de tal planteamiento están ocultos, pero al mismo tiempo son inevitables: se revelan claramente por la propia estructura de la obra. De hecho, los dos principios fundamentales de la justicia[9] quedan expuestos antes del momento contractual fundamental, el velo de la ignorancia, sin que se ofrezca una justificación adecuada para ellos[10]. En otras palabras, no son «contractuales» en absoluto. En esta perspectiva, el punto decisivo queda en la vaguedad: quién decide, a través de qué momentos y modalidades, y en virtud de qué sería posible llegar a un consenso. Al final, la discusión sobre los bienes a repartir se cierra según un modelo preestablecido: «La lista es una lista construida […], es el producto de una cierta historia de doctrinas; pero el cierre de la lista es un efecto de construcción»[11]. De este modo, se pretende regular la vida de los ciudadanos sin permitirles tomar ninguna de las decisiones que se asumen en el libro.
En última instancia, este enfoque cierra el dilema antes de la deliberación mediante la decisión de una autoridad superior. En la práctica, la atención se centra en las instituciones justas, sin decir nada sobre las condiciones que hacen que una sociedad sea «justa», es decir, la vida real de las personas y las dificultades que encuentran. Falta una mención a la educación del ciudadano, que le haría capaz de tomar decisiones justas: un punto, éste, bien conocido por los antiguos, que insistían más bien en la circularidad de la vida moral. La justicia no puede separarse de las demás virtudes cardinales: sólo un hombre recto puede actuar con justicia, hasta el punto de sacrificarse por el bien común[12]. Cuando se convierte en una virtud por derecho propio, la justicia queda reducida a una reflexión sobre la corrección de los procedimientos formales: un aspecto ciertamente importante, pero que la vacía de sus características esenciales y la convierte en una construcción artificial.
En efecto, la ficción misma del velo de ignorancia suscita no pocas perplejidades; es sorprendente que una noción tan imaginaria e hipotética constituya la espina dorsal de toda la obra. Este artificio, que hace pensar más en la mitología que en la ciencia política, una especie de deus ex machina, muestra cómo el tratamiento de una concepción más general del hombre y de la vida es una tarea ineludible a la hora de abordar la espinosa cuestión de la diversidad, tema central en las complejas sociedades actuales.
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J. Rawls, Una teoria della giustizia, Milán, Feltrinelli, 1997, 218.
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Cfr Id., «The Idea of an Overlapping Consensus», en Oxford Journal of Legal Studies 7 (1987/1) 1–25: cfr www.jstor.org/stable/764257
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Id., Una teoria della giustizia, cit., 470; cfr Id., «Un riesame dell’idea di ragione pubblica», en Id., Il diritto dei popoli, Milán, Edizioni di Comunità, 2001, 175-238.
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«De alguna manera debemos centrarnos en los efectos de las contingencias particulares que ponen a los hombres en desventaja y les impulsan a explotar las circunstancias naturales y sociales en su propio beneficio. Para ello, parto de la base de que las partes están situadas tras un velo de ignorancia. Las partes no saben cómo afectarán las alternativas a su caso particular y, por tanto, se ven obligadas a evaluar los principios sólo sobre la base de consideraciones generales» (J. Rawls, Una teoria della giustizia, cit., 125).
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Cfr Id., Political Liberalism, New York, Columbia University Press, 1993, 134-149; Id., Giustizia come equità. Una riformulazione, Milán, Feltrinelli, 2008, 206.
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Ibid., 186.
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B. Kiely, «Maturità del ragionamento morale e maturità della vocazione cristiana», en L. M. Rulla (ed.), Antropologia della vocazione cristiana. III. Aspetti interpersonali, Bolonia, EDB, 1997, 167.
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A. Sen, L’idea di giustizia, Milán, Mondadori, 2010, 29.
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«La primera enunciación de los dos principios es la siguiente. Primero: toda persona tiene igual derecho a la libertad fundamental más amplia compatible con una libertad similar para los demás. Segundo: las desigualdades sociales y económicas deben combinarse de tal manera que (a) sea razonable esperar que beneficien a todos; (b) estén vinculadas a cargos y puestos abiertos a todos» (J. Rawls, Una teoria della giustizia, cit., 66).
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La justificación de los dos principios aparece después de la formulación del velo de ignorancia (cfr. ibid., 135-168). De ahí la perplejidad de Ricœur: «¿Cómo pueden formularse e interpretarse los principios, precisamente como principios, antes de que se hayan formulado los criterios con los que reconocerlos como tales, es decir, como proposiciones primeras? […] La idea misma de un acuerdo original sólo puede formularse a partir de tales principios» (P. Ricœur, «Politique, langage et théorie de la justice», in Id., Lectures. 1. Autour du politique, Paris, Seuil, 1991, 220-222).
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P. Ricœur, «Politique, langage et théorie de la justice», cit., 226. La «lista» propuesta por Rawls, y sus posibles alternativas, está desarrollada en Una teoría de la justicia (Una teoria della giustizia, cit., 114-117). Rawls mismo redimensionará tal ideal unánime en sus escritos posteriores, afirmando que nunca puede conseguirse en estos términos (cfr J. Rawls, Political Liberalism, cit., 10).
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Cfr Atistóteles, Ética a Nicómaco, II, 4, 1105b, 5; II, 6, 1106a, 22. En esta línea, Santo Tomás retoma la observación de Valerio Máximo sobre las virtudes civiles de los antiguos romanos, los cuales «preferían ser pobres en un imperio rico, que ricos en un imperio pobre» (Sum. Theol. II-II, q. 47, a. 10, ad 2).