El Evangelio de Marcos se abre con una clara afirmación de la identidad de «Jesucristo» como «Hijo de Dios» (Mc 1,1). Pero en los Evangelios aparece también otro personaje, denominado «Hijo del hombre», que no parece identificarse con el mismo Hijo de Dios. De hecho, Jesús habla a menudo de él en tercera persona del singular, como si se tratara de otra persona, distinta de él mismo: «Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho» (Mc 8,31); «Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos» (Mc 9,9; cfr. 9,12; 10,33); «Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria» (Mc 13,26; cf. 14,62). Surge así la pregunta: ¿Son Jesucristo, el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre la misma e idéntica persona?
El tema de la unicidad de la persona de Cristo se plantea desde los comienzos de la reflexión cristiana, que veía, por una parte, los grandes nombres o epítetos divinos que le atribuye el Nuevo Testamento (Verbo, Hijo de Dios, Unigénito, Sabiduría, Poder, etc.) y, por otra, sus facetas humanas, reveladas por los Evangelios: hambre, sed, tristeza, «temor y angustia» (Mc 14,33). Surgía entonces la pregunta: ¿cómo pueden todas estas condiciones, incluso tan diferentes, decirse de un único sujeto? ¿Cómo pueden el Logos (Verbum) y la sarx (carne = hombre) formar un ser verdaderamente, y no sólo accidentalmente, «uno»? ¿Cómo puede evitarse el escándalo de la cruz para el Hijo de Dios si sólo hay un sujeto? Estamos ante algo paradójico, no explicable con categorías antropológicas. El problema no es sólo antiguo, sino también actual, pues la cuestión de Cristo es siempre actual[1].
Antecedentes en el siglo II: Ireneo y las cristologías gnósticas
Los primeros intentos de respuesta teológica a tales cuestiones estuvieron marcados por tendencias divisorias, con resultados diferentes, incluso opuestos, oscilando ya hacia una acentuación del lado divino de Cristo en detrimento del humano, ya hacia una separación total de lo humano y lo divino. De hecho, una de las primeras herejías cristológicas fue el «docetismo» (del griego dokeō, «aparecer»), que reducía el lado humano de Cristo a una mera apariencia, en beneficio de su divinidad. La encarnación real y el sufrimiento real de Dios se consideraban, especialmente para quienes procedían de una cosmovisión marcada por la cultura grecohelenística, cosas absolutamente indignas de la divinidad. En consecuencia, la humanidad de Jesús no era vista como una realidad dotada de sustancia propia, sino meramente como «un revestimiento visible de la divinidad invisible»[2]. La concepción docetista, ya vivamente rebatida en las cartas de Ignacio de Antioquía[3], tuvo serias repercusiones en la naturaleza del misterio pascual y en la soteriología: si efectivamente la pasión y muerte de Jesús hubiesen ocurrido sólo «en apariencia», el misterio pascual dejaría de tener sentido. En cambio, la cristología unitaria de Ignacio de Antioquía «presupone una concepción de la Resurrección que preserva la identidad entre el Crucificado y el Resucitado, y por tanto el sentido salvífico de la Encarnación, la Pasión y la Eucaristía»[4].
El docetismo fue asumido, al menos en parte, por los gnósticos del siglo II, para quienes el concepto mismo de la unidad de Cristo resultaba inaceptable, debido su dualismo metafísico radical y su mentalidad divisoria[5]. De ahí su enfoque «ahistórico» y su concepción de la salvación «mediante el conocimiento de una doctrina secreta, que implica especulaciones sobre lo divino reservadas a los iniciados»[6]. Ya en el nivel del mundo divino, marcado por un conjunto de emanaciones, los gnósticos separaban al «Unigénito» del «Logos», al «Salvador» del «Cristo»[7]. Por ello no dudaron en asignar unos atributos a «Jesús», otros al «Salvador», otros al «Cristo» y otras al «Unigénito», disolviendo así la unidad del sujeto[8]. Ireneo denuncia claramente esta concepción divisionista: «Confiesan con la boca un solo Cristo (unum Christum), pero lo dividen con el pensamiento: en efecto, según su regla, uno es el «Cristo» […], otro el «Salvador» […], otro, finalmente, el «Jesús» de la economía, el que padeció (passum), mientras que el Salvador ascendió al Pléroma llevando al Cristo»[9].
Ireneo es el primer gran teólogo de la unidad de Cristo[10]. Reitera que, según el evangelista Juan, el Verbo, el Unigénito y Cristo encarnado son «uno y el mismo (unum et eundem)» (Adv. haer. III, 16.2); asimismo, Mateo «sólo conoce a un único y mismo (unum et eundem) Jesucristo» (ibíd.). También Marcos «sólo conoce a uno y el mismo (unum et eundem) Hijo de Dios, Jesucristo» (Adv. haer. III, 16.3)[11]. Lo mismo vale para Lucas y Pablo. En definitiva, «nuestro Señor es uno y el mismo (unus et idem), aunque rico y múltiple. Porque está al servicio de la rica y múltiple voluntad del Padre, siendo el “Salvador” de los que se salvan, el “Señor” de los que están bajo su dominio, el “Dios” de las cosas que han sido creadas, el “Unigénito” del Padre, siendo el “Cristo” el que fue anuncido, y el “Verbo de Dios” encarnado, cuando llegó la plenitud de los tiempos (Gal 4,4), en la que el “Hijo de Dios” debía hacerse “hijo del hombre”» (Adv. haer. III, 16,7)[12].
A la pregunta: «¿Quién sufrió en la cruz?», los gnósticos respondieron que fue «Jesús», no el «Cristo», distinguiendo a ambos como entidades diferentes: «dicen que es uno el que nació y sufrió (passum), y éste sería Jesús, y otro el que descendió sobre él. Este sería el que también ascendió, al cual anuncian como el Cristo. Y el Demiurgo sería distinto del Jesús de la economía que nació de José, del cual arguyen que es el pasible (passibilem), y otro distinto de ambos sería el que descendió de entre los seres invisibles e inenarrables, el cual pretenderían que es invisible, incomprensible e impasible (impassibilem)» (Adv. haer. III, 16,6)[13].
Al separar al «Jesús» pasible del «Cristo» impasible, los gnósticos acabaron negando el valor salvífico de la pasión, rompiendo el vínculo inseparable entre pasión y resurrección, y vaciando así la centralidad del misterio pascual. En cambio, para Ireneo es esencial reconocer un único sujeto, en el contexto de una verdadera encarnación: «Aprended, pues, necios, que Jesús, el que padeció por nosotros, el que habitó entre nosotros (Jn 1,14), es el Logos de Dios mismo» (Adv. haer. I, 9,3). «El Cristo [que padeció] es el mismo que nació de María […]. El Evangelio no conoce otro Hijo del hombre que el que nació de María y padeció la pasión (qui et passus est). Tampoco conoce un «Cristo» que hubiera huido de «Jesús» antes de la pasión (ante passionem), sino que reconoce que el que nació, Jesucristo el Hijo de Dios, éste mismo, después de sufrir la pasión (passum), resucitó» (Adv. haer. III, 16.5). Toda la segunda parte del tercer libro de Adversus haereses (cc. 16-23) es una defensa del único sujeto Jesucristo, que nació, murió y resucitó. Ireneo afirma en particular: «Estos textos [de Pablo] muestran que no descendió sobre “Jesús” un “Cristo” (impassibilis) impasible, sino que Jesús mismo, que era el Cristo, padeció (passus est) por nosotros, fue depositado en el sepulcro y resucitó, es él quien descendió y ascendió (cfr. Ef 4,10)» (Adv. haer. III, 18,3).
Para Ireneo, por tanto, la cristología gnóstica vacía el sentido del misterio pascual. En la perspectiva gnóstica, la Pasión y la Cruz ya no tienen ningún significado salvífico, sino que sólo se convierten en un feo incidente que hay que olvidar, y la resurrección de Cristo ya no es el preludio del don del Espíritu como «prenda de resurrección» para todos los salvados, sino que sólo es un acontecimiento mental, que se consuma en el hoy solipsista del gnóstico. Tal vaciamiento del misterio pascual se prolonga también en el rechazo del martirio, considerado por los gnósticos como inútil y sin sentido, mientras que para los cristianos era un acto supremo de amor al Señor. Todo depende, en última instancia, del dualismo cosmológico y cristológico de los gnósticos. Sólo manteniendo la unidad del sujeto Jesucristo, en la diversidad de su doble condición, divina y humana, y en su unión con Dios Padre y Creador, se puede hablar del Misterio Pascual como bisagra de salvación para todo el hombre, en todas sus dimensiones, espiritual y corporal, rechazando así la concepción gnóstica reductora.
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Cfr A. Begasse de Dhaem, Mysterium Christi. Cristologia e soteriologia trinitaria, Asís (Pg), Cittadella, 2021.
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Ibid, 276.
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Cfr ibid, 275-277. Sobre el docetismo, en sus diversas variantes, cfr A. Orbe, Cristología gnóstica, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1976, 409-412; A. Grillmeier, Gesù il Cristo nella fede della Chiesa, I/1, Brescia, Paideia, 1982, 248-252.
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A. Begasse de Dhaem, Mysterium Christi…, cit., 277.
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El gnosticismo (de gnōsis = conocimiento) es un movimiento de pensamiento de carácter dualista y espiritualista, que se injertó en el cristianismo, erosionando sus presupuestos.
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A. Begasse de Dhaem, Mysterium Christi…, cit., 284.
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Cfr Ireneo, s., Adversus haereses, I, 9,2.
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Cfr Id., Adversus haereses, III, 16,8; A. Orbe, Cristología gnóstica, cit., II, 263.
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Ireneo, s., Adversus haereses, III, 16,1. Pasaje paralelo en III, 16,6: «“Con la boca confiesan un solo Jesucristo (unum Iesum Christum), pero una cosa es lo que piensan y otra lo que dicen, llegando a ser ridículos». Ireneo vuelve varias veces sobre la cristología «divisoria» de los gnósticos: «Dividen (dividunt) al Señor» (III, 16,5); «Pronuncian blasfemias contra nuestro Señor, separando y dividiendo (abscindentes et dividentes) a Jesús de Cristo, a Cristo del Salvador, al Salvador del Verbo, y al Verbo del Unigénito» (IV, pr., 3).
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Cfr A. Begasse de Dhaem, Mysterium Christi…, cit., 282-287.
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La fórmula εἷς καὶ ὁ αὐτός (unus et idem) será retomada y canonizada en el Concilio de Calcedonia en 451 (cfr. Denzinger, nn. 301-302). Alois Grillmeier escribe: «La fuerza de tal fórmula (que se remonta a los orígenes de la filosofía) resultará más de una vez de gran ayuda en las discusiones sobre la presentación de la unidad de la persona de Cristo. Al cuádruple ἄλλος [otro] de los seguidores de Ptolomeo, Ireneo opone un séptuplo τοῦτον [este mismo] para subrayar la identidad del sujeto único de todos los títulos que el prólogo de Juan da a Cristo» (A. Grillmeier, Jesús el Cristo en la fe de la Iglesia, cit., 285).
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Orígenes desarrollará este planteamiento con su doctrina de los «apelativos» (ἐπίνοιαι) de Cristo. Cfr A. Grillmeier, Gesù il Cristo nella fede della Chiesa, cit., 348 s.
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La afirmación de los gnósticos se contradice abiertamente con Ef 4,10 («El que descendió es el mismo que subió más allá de los cielos»), pasaje al que Ireneo se refiere varias veces.