El periodista Marco Sifuentes, conductor de un popular mini informativo mañanero, La Encerrona, acababa en la mañana del 8 de diciembre su relato de la jornada vivida en Lima el día anterior haciendo referencia a una cita de Marx a Hegel: “La historia ocurre dos veces: la primera como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”. Si la dictadura de Fujimori fue una tragedia, la intentona de Castillo quedó en la farsa.

No es nada raro en nuestras democracias latinoamericanas que quienes llegan con algún apoyo popular a la presidencia estén al poco tiempo con valoraciones extremadamente bajas. El ya expresidente, y ahora presidiario, Pedro Castillo Terrones vivió ese vértigo en los apenas diecisiete meses que ejerció la máxima magistratura del país.

Entre los motivos de desafección o desencanto en nuestras (en ocasiones) muy jóvenes democracias está la pelea y el desencuentro entre los diferentes poderes del Estado. Lejos de una relación de contrapesos que, de forma legítima, se ejercitan en el marco de sus competencias, en Perú se vive una confrontación extremadamente virulenta, con interpretaciones ramplonas de los límites constitucionales, y con verbalizaciones y gestos desafortunados. En los últimos años, quienes han ejercido la Presidencia tuvieron que dejarla tras un breve periodo y en muy mala situación, con terribles consecuencias: la cárcel, el suicidio o el exilio.

Mucho antes de que Castillo Terrones asumiera su cargo en julio de 2021, ya había indicios de una pelea mediática y parlamentaria para expulsarlo. La propia Fiscalía de la República, y buena parte de la prensa, se sumaron a una estrategia que construía un relato condenatorio en tres fases: ya antes de su nombramiento y en los primeros meses de gobierno se tildó a Castillo de extremismo izquierdoso, aunque las pocas medidas tomadas difícilmente encajan en algo que no sea un tradicionalista con algunas ideas sociales; a partir de septiembre de ese mismo año, la figura del maestro escolar campesino presidente sufría el embate de quienes mostraban con datos y repetían continuamente su perfil de bajo nivel académico e intelectual y su incompetencia en la gestión de la cosa pública; finalmente, el relato tornó en la acusación de corrupción y crimen, tildándolo de traidor a la Patria o de encabezar una organización para delinquir dentro del Estado. En realidad, de su gobierno, no nos queda ninguna medida izquierdista de mayor nivel, ninguna expropiación o estatalización de servicios, ni siquiera algún refuerzo significativo de los servicios públicos. Más bien, la imagen que nos queda es la de un Castillo normalmente perdido ante los equilibrios necesarios de las instituciones y que se interesó en favorecer, desde el poder, a su familia, sus paisanos y su sindicato. Es decir, lo de siempre en la política tradicional: el patrimonialismo y el clientelismo.

El miércoles 7, poco antes del mediodía de Lima, cuando el Congreso hacía preparativos para, en esa misma tarde, proceder a una votación presumiblemente fracasada para “vacarlo” de la Presidencia, Pedro Castillo se dirigió sorpresiva y temblorosamente al país para anunciar la disolución del Congreso, la suspensión de las instancias del Poder Judicial y la intención de convocar a nuevas elecciones para un Congreso con tareas constituyentes lo antes posible. Declaró un Estado de excepción en el que él gobernaría por Decretos Ejecutivos. Aunque, de acuerdo a la Constitución del Perú, bajo ciertas circunstancias el presidente puede interrumpir una legislatura y convocar elecciones, ninguna de ellas se daba en este caso, con lo que las decisiones de Castillo estaban al margen de la Constitución, completamente ilegales.

En coherencia con la incapacidad demostrada hasta ahora para llevar adelante los destinos de la República, la medida no vino acompañada de ninguno de los apoyos “tradicionales” de un golpe de Estado; ni contó con el apoyo popular ni con el de las Fuerzas Armadas. Los miembros de su gobierno saltaron del barco de inmediato y, una vez se veía el fracaso del intento, ni siquiera tuvo tiempo para llegar a la Embajada mexicana, donde pretendía pedir asilo para él y su familia ante el esperpéntico y frustrado intento de reconducir el poder en Perú. Su propia guardia de escolta lo detuvo mientras avanzaba por el denso tráfico limeño y lo entregó a la justicia.

A las pocas horas del discurso suicida de Castillo, la vicepresidenta Dina Ercilia Boluarte Zegarra asumía la presidencia y solicitaba una tregua parlamentaria para afrontar la realidad del país.

La situación de Perú no es mejor ahora que Castillo está detenido y encarcelado. Ni tampoco la apreciación popular de sus representantes políticos. Todas las encuestas que establecían la baja popularidad del ya expresidente otorgaban una valoración todavía peor al Congreso y mostraban la falta de credibilidad del Poder Judicial.

Perú tiene muchísimos valores sociales, culturales y económicos. La estabilidad de su moneda frente al dólar y un crecimiento que ha promediado por encima del 5% anual las dos últimas décadas dan razones para expectativas positivas. La actividad minera, el desarrollo agropecuario y las posibilidades de otros sectores como el turismo, la artesanía o algunas actividades industriales son pilares suficientes para pensar un Perú en positivo. Sin embargo, la desigualdad económica y social, el desencuentro cultural, la explotación depredadora del medio ambiente, la corrupción endémica y los crecientes ramalazos del crimen organizado sólo pueden afrontarse con instituciones creíbles y fuertes. Hasta ahora, esa parece una situación muy lejana.

Y es que en la evolución ulterior del drama persiste cierto tono de farsa. Castillo alega que no recuerda haber pronunciado el discurso en que disolvía el Congreso e insinúa que quizás lo hizo sometido por alguna droga. Mientras, insiste en pedir asilo en un México a cuyo embajador llaman en Lima para mostrarle su disgusto por la injerencia. Aníbal Torres, consejero de Castillo, que fuera presidente del Consejo de Ministros, decide pasar a la clandestinidad ante las acusaciones de la fiscalía. Muchas ciudades del país viven tumultos y manifestaciones que reclaman la restitución de Castillo o la convocatoria de elecciones generales. El Congreso, con niveles todavía más bajos de credibilidad que el propio Castillo, no parece interesado en una nueva convocatoria electoral. Por su parte, la nueva Presidenta de la República trata de recomponer la situación con un gabinete de perfil muy técnico, prácticamente desvinculado de los partidos, y un presidente de Consejo de Ministros, Pedro Angulo Arana, que fuera fiscal superior, al que explícitamente encomienda la lucha contra la corrupción. Temible es que este desorden sirva para legitimar a cualquier figura fuerte que, con la palabra “patria” en la boca y la promesa de limpiar la corrupción de la clase política, derive por las sendas autocráticas que ya vemos en otras sociedades cercanas: dejaríamos atrás la farsa y pasaríamos a vivir, de nuevo, en la tragedia.

Lucas López, SJ
Asesor de Comunicaciones 
de la Conferencia de Provinciales
jesuitas de América Latina y el Caribe - CPAL