Compartimos el texto redactado por el P. José María Tojeira SJ, director del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas de El Salvador, a propósito del aniversario de canonización de Ignacio de Loyola y Francisco Javier este 12 de marzo.
Ya en el siglo XVI, en una poesía atribuida a Fray Luis de León, se habla de la pérdida del vigor juvenil con el paso del tiempo. El poeta anciano se sentía “agostado como yerba que al sol su fuerza pierde”. Pero perder la fortaleza juvenil no elimina el deseo, y por eso la poesía continúa diciendo, “y solo en mí el deseo queda verde”[1]. El contexto era el de una poesía amorosa, pero sin duda nos dice una verdad profunda: somos seres de deseo y la vida sólo existe en plenitud cuando hay pasión, anhelo y ansia. Como también existe la corrupción y la violencia cuando el deseo no se estructura sanamente. Hoy, en una época en la que la publicidad y un tipo de noticias, propaganda y acontecimientos tienden a desbordar los deseos y hacen difícil su sana estructuración, bueno es reflexionar sobre aquellos cristianos que consiguieron convertir sus deseos más profundos en verdaderas y audaces empresas apostólicas. En este año ignaciano que resalta la transformación de los deseos de fama y gloria de Ignacio de Loyola, en deseos ardientes de seguimiento del Señor, resulta interesante ver la semejanza del proceso en dos personas, Ignacio y Francisco Javier, tan diferentes en edad, historia y opciones.
Ambos hijos menores de familias nobles, estaban llenos de sueños e ilusiones. Ignacio llega a hablar de una su dama de sus pensamientos que no era “condesa ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno déstas”[2]. Ansioso de crecer en el servicio al rey, trabaja en cercanía a la nobleza y se apresta a defender Pamplona contra los partidarios de un rey navarro apoyado por los franceses. Francisco por su parte, 15 años más joven que Ignacio, y el pequeño de los varones en su familia, opta por otro camino de ascenso social reservado a los nobles segundones: el camino de los beneficios clericales. Ya convertido Ignacio y tratando de conseguir una canonjía Javier, coinciden en la Universidad de París. Ignacio fichado en España por anunciar el Evangelio como laico, Javier empujado por la fama de la universidad, por la influencia de su padre, doctor en derecho por la Universidad de Bolonia y, probablemente, por la simpatía de sus hermanos mayores hacia el candidato al trono de Navarra apoyado por los franceses. Nada hacía pensar en que ambos pudieran orientar sus deseos de la misma manera.
Los hermanos mayores de Javier habían participado activamente en las luchas internas de Navarra, dividida en dos bandos que a su vez defendían el trono de Navarra para diferentes dinastías. De hecho, los hermanos de Javier participarán, desde el bando opuesto, en el cerco de Pamplona en el que caerá herido Ignacio de Loyola. Por amor a un ideal de honor y fidelidad a una dinastía, la familia de Javier sufre destierros y limitaciones en sus derechos nobiliarios sobre diversas tierras. Defendiendo el patrimonio familiar, tanto su madre como después su hermano mayor, se ven envueltos en pleitos con pueblos que consideraban tributarios y con pastores trashumantes que ocupaban tierras de paso. El honor y el derecho de la nobleza serían sin duda comentario constante en las frías noches de invierno frente al hogar. Todo ello en un tiempo, el Renacimiento, en el que el deseo individual estallaba, el culto a la belleza se imponía, el aprovechamiento del momento gozoso, “carpe diem”[3], era la consigna, y el individuo comenzaba a convertirse en el centro de la reflexión. Egresar como Maestro de la Universidad de París facilitaba la consecución de algún beneficio eclesiástico importante que garantizara un futuro cómodo, cuando no un ascenso al episcopado en algún momento. De hecho, ya comprometido con el incipiente grupo que daría nacimiento posteriormente a la Compañía de Jesús, Javier recibe la notificación de un beneficio a su favor en la catedral de Pamplona. Ni él ni su familia habían renunciado, durante largo tiempo, a hacer carrera eclesiástica en ese mundo en que la fama se valoraba tanto como la vida.
Ignacio, maestro ya en el discernimiento, que no es sino la orientación y el análisis crítico de todo deseo visto desde el Evangelio, debió ver en Javier, con su juventud fogosa y sus deseos de brillo, a un sujeto apto para entender hacia dónde puede orientarse el deseo en busca de su mayor plenitud y libertad. En este tiempo en el que hemos recordado la conversión de Ignacio, y ahora el aniversario de su canonización, ver cómo dos personas pasan de la desconfianza a una profunda amistad, nos puede ayudar a comprender la importancia de la estructuración evangélica del deseo, tanto para iniciar el camino de la santidad como para establecer una muy sólida amistad. Entender cómo un mismo deseo y un mismo ánimo pueden unir y reconciliar a los contrarios, nos conduce a la comprensión de la espiritualidad ignaciana. San Francisco Javier, ese religioso que trascendió las fronteras de la Compañía de Jesús, para convertirse en patrono de todos los que se dejaron arrastrar por el afán de aventura a lo divino, nos ayuda a reflexionar sobre la estructuración evangélica del deseo. Utilizaremos para ello solamente los tiempos previos a sus viajes a la India, tratando de ver, en su vida inicial de religioso, cómo el deseo, esa realidad tan profundamente humana, se convierte desde la fe en fuerza que ordena las dimensiones fundamentales de su vida.
Javier sufrirá un giro radical tras el encuentro con Ignacio de Loyola en París. Aunque las relaciones con Ignacio fueron durante un largo tiempo ambiguas, Javier, sin duda no dejó de advertir cómo Ignacio, en medio de un mundo tan contradictorio, que rompía todo tipo de barreras, había estructurado sus propios anhelos profundos en torno a un ideal radicalmente cristiano y moderno al mismo tiempo. Tras una búsqueda trágica, en la que “el peregrino”[4] lucha por encontrar a Dios como centro de su vida, Ignacio logra encontrar una causa que dé sentido a su deseo y lo ordene definitivamente. La voluntad de Dios y su mayor gloria, realizada en el servicio al prójimo, se convierte en el centro ordenador del deseo tras los Ejercicios. Hay en ese proceso de búsqueda, como en casi todos los procesos místicos, un afán de matar todo deseo que no nazca de la voluntad de Dios, una purificación del deseo puesto en la escucha personal de la Palabra, y una explosión final del deseo, recuperado como arma apostólica tras el encuentro con el Señor, en el caso propio de Ignacio.
Javier, hombre de deseos, encuentra a Ignacio con sus deseos ya purificados, pero con su vida todavía en esa búsqueda del peregrino de la fe que se deja llevar por Dios incluso “hacia donde él no sabía”[5]. Se produce en un primer momento, en Javier, una mezcla de admiración y rechazo. Javier, con su simpatía personal, cualidad de su carácter que será señalada como notable a lo largo de toda su vida, recurre con frecuencia a la broma y al humor para mantener a distancia a este vasco insistente, de diferente tradición familiar, guerrero en bando distinto al de su familia, pero que toca inquietantemente la fibra del deseo en Javier. “Qué le importa al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma”, es la pregunta evangélica en la que Ignacio insiste. Pero el hambre de ganar el mundo no se agotaba fácilmente en un hombre como Javier. Máxime cuando podría escudarse en que la carrera y el éxito clerical no era exactamente mundano.
Pedro Fabro, otro santo de esta historia de conversión de los deseos, será el mediador entre el vasco y el navarro, empecinados cada uno en su propio sueño. Dotado de un carácter suave, Fabro logrará, a lo largo de cuatro años, relacionar a su amigo con Ignacio. Y allí el joven navarro, irá desarrollando una amistad con Ignacio que le lleva a profesar sus votos con los primeros compañeros en Montmartre (15 de agosto de 1534) y a hacer con ellos, dirigidos por Ignacio, los Ejercicios Espirituales. El cambio en Javier fue radical. Parafraseando a los clásicos, “si no a más descansado, a más honroso sueño entregó los ojos, no la mente”[6]. Porque Javier era un hombre que amaba lo concreto y en sus sueños y en su mirada real ponía sus objetivos vitales y su caminar cotidiano. De los Ejercicios sale otro hombre, muy semejante a Ignacio, inseparable seguidor del peregrino por sendas enormemente diferentes. Mientras a Ignacio la pasión apostólica le lleva a terminar su peregrinación en Roma, dedicado a estructurar la naciente Compañía de Jesús, a Javier, el mismo ánimo esforzado le llevará a recorrer tierras lejanas, creando el paradigma misionero que ha alimentado a la Iglesia durante cinco siglos. Dos caras de la misma moneda, del mismo ánimo que sabe que la historia verdadera se construye desde la cruz y desde el mismo deseo de oprobios y persecuciones que asemejan al Maestro y que dan a toda empresa apostólica el signo de la eficacia cristiana. Javier repetirá años más tarde, ya desde la India, una frase que se convierte casi en sonsonete de muchas de sus cartas: Que el Señor que “por su misericordia nos juntó y por su servicio nos separó tan longe unos de otros, nos torne a ayuntar en su santa gloria”[7]. No importa la lejanía sino el ánimo. Y si el servicio de Dios y de las ánimas aleja a unos de otros, el Reino futuro reúne de nuevo a quienes trabajan por el Evangelio.
Hechos los Ejercicios Espirituales la orientación de sus deseos cambia. Ha escuchado en la contemplación del Reino que la voluntad del Señor “es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto quien quisiera venir conmigo ha de trabajar conmigo, para que siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria”[8]. Los sueños de honra previos a la conversión, se convierten ahora en sueños apostólicos donde la cruz tiene un lugar preferencial. Conocedor de la inmensidad de pueblos que se abrían a esa sociedad cristiana hasta poco tiempo antes tan cerrada en sí misma, Javier comienza a soñar con cargar sobre sus hombros a las gentes de las Indias mientras grita dormido “más, más, más”[9], despertando a sus propios compañeros. El mismo sueño del “magis” ignaciano arde en Javier lanzándolo fuera de su “propio amor, querer e interés”[10]. Tiene muy clara una idea que muchos después de él formularán de diversas maneras. Si el camino del éxito apostólico pasa por la cruz, el camino más inmediato al éxito es la predicación del evangelio a los gentiles, donde el peligro abunda sobremanera.
La opción de Javier por la cruz, y por la eficacia histórica de la misma, está en la base más inmediata de su opción misionera. Como otros posteriormente[11], Javier veía en los territorios de misión un camino de seguimiento esforzado, de dificultad y de lucha por el Reino, que acercaba a la cruz. Y ésta era la pasión al ver en ella el camino real de la eficacia apostólica. Un par de anécdotas, para no abundar excesivamente en citas, nos iluminan sobre la posición de Javier al respecto. En Portugal le tocó a Javier esperar largos meses para poder embarcar hacia la India. Distinguido por su entusiasmo y caridad con enfermos a los que visitaba en hospitales, Javier se quejaba de lo bien que les trataba a los futuros misioneros el rey de Portugal. Pero se consolaba pensando que ya lo pagaría en sufrimientos y persecuciones cuando estuviera en la India. Se alegraba así mismo de que el rey de Portugal respetara la decisión de la Compañía, todavía sin Constituciones, de no aceptar obispados[12] (algunos de la nobleza portuguesa lo estaban promoviendo).
Y cuando ya estaba a punto de partir para la India, el Conde de Castanheira insistía ante el rey Juan III que diera un mozo de servicio a Javier y a sus compañeros durante la larga travesía, a veces más de un año, entre Portugal y la India, para que les lavara la ropa y les cocinara en el barco. Creía el conde que “sería en perjuicio de su prestigio y autoridad entre las gentes, si le viesen (a Javier) con el resto de la tripulación lavar su ropa a la borda del barco y preparar su comida en la cocina del mismo”. Javier no duda en responderle al amistoso conde diciendo: “Señor Conde, el adquirir crédito y autoridad por ese medio que Vuestra Señoría dice, ha traído a la Iglesia de Dios al estado en que ahora ella está, y a sus prelados; y el medio por donde se ha de adquirir es, lavando esas rodillas y guisando la olla, sin tener necesidad de nadie, y con todo eso procurando emplearse en el servicio de las almas de los prójimos”[13]. Mientras la cruz y la persecución no llegaban, Javier se preparaba para lo que constituía su opción fundamental, una vida identificada con la cruz del Señor en su historia particular, asumiendo lo bajo y humilde, lo que el mundo tiene por loco y despreciable. Una opción que esperaba historizar en la India en plenitud, pero que empieza a darse desde abajo, desde lo sencillo, visitando hospitales, sin olvidar por ello la relación con el rey, que garantiza la mayor universalidad de ese bien que hoy llamaríamos estructural.
Este mismo sentimiento se repetirá como criterio apostólico en sus correrías por la India. De un modo gráfico narraba a sus compañeros las consolaciones que le había dado el permanecer en las Islas del Moro, en medio de peligros. “Porque todos estos peligros y trabajos, voluntariosamente tomados por sólo amor y servicio de Dios nuestro Señor, son tesoros abundosos de grandes consolaciones espirituales”. E inmediatamente la razón de fondo del consuelo: En medio de dificultades tan grandes la esperanza hay que ponerla solamente en Dios. “Mejor es llamarles islas de esperar en Dios que no islas del Moro”[14]. En definitiva, que Javier había estructurado su deseo vital, lo más profundo de sus ansias, en torno a una fe ardiente en que el camino de la cruz lleva a la gloria. Y no sólo a la gloria del más allá, sino también a la eficacia misionera en el más acá. Javier no vacila una vez que el deseo está puesto en la cruz como camino de seguimiento del Señor. La misión vivida desde dentro, pero también puesta por quienes le gobiernan, le historiza su vida de cruz en la misión de evangelizar pueblos no cristianos. Toda su vida será ya un permanente peregrinar buscando en la evangelización esforzada, y en la ampliación de la misma, su autorrealización cristiana y jesuítica.
José M. Tojeira, SJ
Director IDHUCA de El Salvador
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[1] Fray Luis de León, De Joan de la Cassa, “Ardí y no solamente la verdura...”
[2] Autobiografía 6.
[3] Disfrutar el día, agarrarse con fuerza al día, al momento concreto, para vivirlo a fondo mientras se puede.
[4] Peregrino es la palabra que se usa en la autobiografía de S. Ignacio para referirse a sí mismo.
[5] “Jerónimo Nadal dice que Ignacio se dejaba llevar a donde le conducía el Espíritu, sin adelantarse a sus mociones, y que el Espíritu le guiaba suavemente hacia donde él no sabía” Diccionario Histórico de la compañía de Jesús, T 1, pg 877
[6] Francisco de Quevedo, Epístola satírica y censoria contra las costumbres...
[7] Citado en G. Shurhammer, Tomo II, pg 521
[8] Ejercicios Espirituales, meditación del Reino.
[9] Simón Rodríguez, justo antes de que Javier abordara la nave que le llevaría a la India, recibe en confidencia la interpretación de un sueño que éste había tenido anteriormente, mientras los compañeros vivían aun como peregrinos.
[10] Ejercicios Espirituales.
[11] El P. Antonio Vieira, sj, figura señera en la evangelización del Brasil, hablaba de los territorios de misión equiparándolos en sus efectos para la vida religiosa, con el desierto de los principios del cristianismo. Como los buenos cristianos huían de la tibieza de la fe hacia el desierto, así los misioneros huyen de una sociedad tibia y poco cristiana a territorios donde la fe se pone profundamente a prueba y, por ende, se fortalece.
[12] Se alegraba de que el rey Juan III les respetara la decisión “de no querer obispados ni cosa de este mundo, salvo injurias, afrentas y persecuciones por el servicio de Dios nuestro Señor”. G. Shurhammer, T I, pg 808.
[13] Ibíd. pgs 922-923
[14] G. Shurhammer, T II, pgs 1007-1008