Con el volcán en la cara, donde la ermita de Tajuya, un amigo periodista me comenta: “La verdad es que damos gracias a Domingo, que nos dejó abierta la ermita. Sobre todo en un día como hoy”, dice mirando una inmensa nube oscura que cubre toda la ladera negra y humeante que desciende desde el cráter hacia la costa. Domingo, el párroco, no retiró el santísimo y junto al altar brilla una pequeña luz roja. Por su parte, el periodista, que agradece el gesto acogedor de la parroquia, mira la otra luz roja. La naturaleza parece copiar el diseño imaginado por Peter Jackson para el lugar de Mordor en su trilogía fílmica “El Señor de los anillos”. En todo lo que abarca la mirada, el negro es dominante, tanto en el cielo como en la tierra, roto apenas por los reflejos del fuego lávico y por el blanco de algunas edificaciones que se intuyen fantasmales aquí y allá, entre las coladas. Columnas de humo más blanco señalan el frente donde va derrotando viviendas, invernaderos, almacenes, empaquetadoras, campos de futbol, supermercados, gasolineras... “¿Cómo estás?”, pregunto a mi amigo que refleja en su rostro cierta desazón. “Lo vamos llevando. La verdad es que necesito descansar”.

No es el único. Cada vez más, entre las familias del Valle de Aridane escuchas cómo el cansancio se acumula en el alma del mismo modo que la ceniza lo hace sobre la isla. María José Blanco, del Instituto Geográfico Nacional, nos advierte que no hay ningún síntoma que indique que la erupción parará pronto y, a pesar de la extraordinaria información científica, nadie es capaz de determinar el comportamiento de sus coladas lávicas. “Cuesta mantener la fe”, me dice Pablo que trabaja en los equipos de atención diaria. Luego, no sé exactamente cómo, él mismo da la vuelta al discurso: “En realidad, es la fe lo único que me mantiene aquí”. Más adelante, Pepa, una empresaria veterana, metida en cosas de alimentación, me cuenta: “Vamos como cuando llevas el freno de mano puesto, pero esto pasará y recuperaremos el ritmo”. Es otro más joven, Tana, el que me comenta: “La actividad está parada. Tenemos problemas de solvencia, no sé todavía cómo pagaremos las nóminas al final del mes”. Barreto, presidente de los empresarios palmeros, escribe en un mensaje de wasap tras perder uno de los supermercados de su cadena: “Aguantó lo que pudo, pero ya forma parte del pasado. Haremos otro donde les venga bien a nuestros clientes, que han perdido también sus casas”.

Con el volcán en la cara están las miles de personas que han tenido que abandonar sus casas. También tienen el volcán en la cara quienes han visto cómo las lavas sepultaban sus negocios o quienes tienen que luchar cada día para mantener activas sus empresas. Y muchas más personas: los equipos de seguridad, las personas de las ONG, el funcionariado de las instituciones públicas, quienes se preocupan por la salud de las personas afectadas, los hombres y mujeres de los medios de comunicación, la gente de los institutos científicos, quienes nos lideran desde los puestos políticos y que, hasta ahora, muestran una unidad que echamos de menos en otras situaciones críticas, quienes dan apoyo espiritual muchas veces sin que la mano derecha sepa lo que hace la izquierda.

Probablemente, quienes están con el volcán en la cara no están acertando en todas sus decisiones y actuaciones. No es esta nota el lugar para señalar los puntos débiles de nuestra respuesta social. Esa función la pueden desempeñar otras personas probablemente con más conocimiento de causa. Pero sí hay dos cosas que me gustaría señalar al acabar esta reflexión. La primera es que se están consiguiendo de modo más que notable los tres objetivos básicos (que no hubiera víctimas mortales, que se atendiera a quienes sufren las más duras consecuencias y mantener la isla en funcionamiento). La segunda es que una crisis prolongada en el tiempo exige que nos cuidemos unas personas a otras, que se posibiliten momentos de descanso para todas y todos, que nos acompañemos con una dimensión espiritual y empática que nos hace más fuertes y más sabios, que tiene que ver con el amor y con esa capacidad reflexiva, de discernimiento, que todos los seres humanos tenemos.

Hacia media mañana tomo el coche de vuelta a casa, me detengo en la ermita que sirve casi de balcón sobre la catástrofe. Aquí estamos con el volcán en la cara. Está lleno de medios periodísticos. Saludo a Sergio, el alcalde de El Paso, le doy un abrazo que quiere transmitir apoyo y agradecimiento por tanto que están haciendo él, el conjunto de las administraciones, muchísimas personas vinculadas a organizaciones de la sociedad civil. Tras el saludo escucho cómo responde a las preguntas de un medio: sobre las personas afectadas y las viviendas, sobre el realojamiento, sobre los movimientos sísmicos, sobre turismo, sobre las rutas que seguirán las coladas, sobre los gases que respiramos… Me asombra la presión mediática a la que sometemos a quienes están al frente de las instituciones. La sucesión de mensajes abruma. Se hace difícil discriminar lo importante de lo anecdótico. Entro a la ermita para orar. A pesar del atronador ruido del volcán y de las conversaciones de la gente a la puerta, siento un silencio necesario.

A pesar de las figuras literarias que podamos usar, el volcán no es una persona que toma decisiones para destruirnos. No es sujeto de ningún comportamiento ético o de ninguna decisión moral. Tampoco responde a una voluntad superior de orden espiritual o religioso. Ese es el privilegio de las personas. Tenemos una naturaleza que nos permite afrontar, entender y decidir. Para decidir necesitamos entender, para entender necesitamos afrontar. Con el volcán en la cara, nos crecemos. Esa es nuestra naturaleza espiritual.

Lucas López, SJ
Asesor de Comunicaciones 
de la Conferencia de Provinciales
jesuitas de América Latina y el Caribe - CPAL

 

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