El término «espiritual» ha sido una de esas palabras que, teniendo un sentido profundamente rico en los primeros tiempos del cristianismo y en todas las grandes épocas de la historia de la Iglesia, cada tanto lo pierde y se diluye en superficialidades, o se convierte en sinónimo de expresiones meramente negativas – como no corporal o inmaterial –, y se hace una de tantas palabras «edificantes», un sinónimo de «religioso» o de «sobrenatural»[1].

Para Orígenes, el hombre «espiritual» es un hombre «práctico», porque el Espíritu se adquiere en la acción; y el Espíritu se manifiesta en sus operaciones. Hombre «espiritual» es, según Orígenes, aquel en el que se juntan «teoría» y «práctica», cuidado del prójimo y carisma espiritual en bien del prójimo. Y, entre estos carismas, Orígenes recalca sobre todo el carisma que llama diakrisis, o sea, el don de discernir la variedad de espíritu.

La paternidad espiritual

1) Para ser Padre espiritual no se necesita ser varón. También una mujer puede serlo; claro que entonces no se la llama «padre» sino «madre» espiritual.

Muchas congregaciones religiosas femeninas tienen una hermosa costumbre: la de llamar «Madre» a la Superiora y a las demás, «Hermanas». Esta costumbre está muy arraigada en una larga tradición de la Iglesia. Nació en Oriente, entre los monjes y monjas del Desierto: en el desierto no había «anti-feminismo», pues cualquier cristiano, varón o mujer, podía ser «monje»; y también cualquier cristiano, varón o mujer, podía ser «padre espiritual» de otro.

Si en la vida espiritual fundamentalmente no hay diferencia entre el varón y la mujer, ¿por qué habría de haberla en la «paternidad espiritual», o sea, en la ayuda que unos nos prestamos a otros? Como dice García Colombás, «El padre espiritual era el hombre que, lleno del Espíritu santo, comunicaba la vida del Espíritu, engendraba hijos según el Espíritu […] Evidentemente, al igual que los monjes, las monjas podían poseer el Espíritu. La que lo poseía, recibía el nombre de “amma” o “madre”, que corresponde al título de “abba” […]. “Amma” no implica necesariamente el ejercicio de la maternidad espiritual, sino la capacidad de ejercerla; por eso sería un error traducir siempre este nombre por el de “abadesa” o “superiora” de una comunidad femenina. Muchas santas mujeres, sin duda en mayor número que el de santos hombres, pudieron tener escondida su alta calidad espiritual, que les hubiera permitido, de presentarse la oportunidad, guiar a otras almas por los caminos de Dios»[2].

En la serie de los apotegmas o «dichos» de los Padres del Desierto, también figuraban entre ellos los «dichos» de las «Ammas». Uno de ellos nos narra, por ejemplo, que «en una ocasión, dos Ancianos (o Abbas), grandes Anacoretas, se llegaron a la región de Pelusia, para visitarla (a Amma Sarra). Mientras marchaban, se propusieron humillar a la anciana mujer y, cuando estuvieron con ella le dijeron: “Trata de no envanecerte en tu pensamiento (o espíritu) diciéndote: ‘He aquí que dos anacoretas vienen a mí, que soy mujer’”. Y Amma Sarra les respondió: “Por naturaleza, soy mujer, pero no por el pensamiento [o espíritu]”»[3].

2) Tampoco se necesita ser sacerdote para ser llamado «padre espiritual»: el orden sagrado es necesario para decir misa, para perdonar sacramentalmente…, pero una y otra cosa no tiene por qué hacerla un «padre espiritual».

Más aún, la mayor parte de los «padres espirituales» en el antiguo monacato no eran sacerdotes, sino – como diríamos hoy en día – «laicos consagrados o religiosos». Tenían únicamente los sacerdotes que necesitaban para las funciones litúrgicas o sacramentales; y éstos eran muchas veces ordenados sacerdotes contra su voluntad, no por desprecio del sacerdocio ministerial, sino por humildad[4].

«El anciano era – nos dice García Colombás – o al menos tenía capacidad de ser un “padre espiritual”. Esto no implica necesariamente que hubiera recibido la ordenación sacerdotal […] antes bien, al contrario, lo ordinario era que no fuera sacerdote […]. Al padre espiritual no se le exigía nada más sino que fuera un auténtico espiritual […]. Sólo el “portador del Espíritu” (pneumatóforos) podía comunicarlo a sus discípulos, y de este modo engendrar hijos espirituales. A los “ancianos”, por lo tanto, se les daba también el nombre de “padre” o, más exactamente, de “abba”, término semítico que, más o menos modificado, pasó al griego […] y, en general, a todas las lenguas antiguas y modernas del mundo cristiano […] Los “hermanos” llamaban “padres” a los “ancianos” porque los consideraban realmente como “padres espirituales”, como personas que ejercían la paternidad divina, y no tan sólo como simples consejeros y directores de conciencia […]. En los textos monásticos antiguos, el nombre de “padre”, aplicado a un “anciano”, debe tomarse en sentido propio y real: se trata de una verdadera paternidad, y no de una paternidad meramente legal y metafórica […]. Que la paternidad espiritual no tenía nada que ver con el sacerdocio lo prueba, entre otros argumentos, el hecho de que también las mujeres fueron consideradas como “madres espirituales”»[5].

3) Tampoco se necesita tener un cargo de Superior o Superiora en una comunidad de hombres o mujeres espirituales.

Parece obvio que, quien como Superior o Superiora gobierna una tal comunidad, tenga la misma aptitud que veremos se requiere para ser “padre” o “madre espiritual”. Pero había abbas o ammas que no eran respectivamente ni Superior ni Superiora, aunque ayudaban a los mismos a ejercer mejor sus respectivos cargos.

Diríamos que abba o amma significa haber llegado a tener aptitud de “gobernar” interior o espiritualmente; pero se podía poseer esta aptitud, y no ejercitarla como Superior o Superiora.

Finalmente, no era la edad lo que hacía abba o amma: un joven, muy joven, podía llegar a serlo, no entonces por su edad, sino por su experiencia espiritual, útil para sí mismo y para los otros. Como dice García Colombás, «hay que decir […] que el nombre “anciano” no significaba necesariamente que quien lo llevaba tuviera muchos años, ni se aplicaba a todos los monjes que habían llegado a la vejez». Y dice a continuación – citando a Casiano –: «Así como no todos los jóvenes son igualmente fervorosos, sabios y de buenas costumbres, así tampoco es posible hallar en todos los viejos el mismo grado de perfección o la misma virtud consumada. Las riquezas de los ancianos no se han de medir precisamente por las canas de la cabeza, sino por el celo que mostraron en su juventud y los trabajos pasados […] Por eso no debemos seguir las huellas, las tradiciones o las exhortaciones de los ancianos cuya única reputación estriba en los cabellos blancos que cubren su cabeza y en los muchos años que han vivido, sino las de aquellos que llevaron durante su juventud una vida digna de elogio e irreprochable, y se formaron, no según su propio criterio, sino de acuerdo con las tradiciones de los mayores» (E. Casiano, Colaciones, II 13)»[6].

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Miguel Angel Fiorito SJ
Fundó el “Boletín de Espiritualidad” junto con otros jesuitas,
donde publicó diversos artículos sobre espiritualidad ignaciana. Murió en 2005.

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1. Este artículo, publicado originalmente en Boletín de Espiritualidad 80, abril de 1983, 1-16, ha sido recogido e M. A. Fiorito, Escritos, V, Roma, La Civiltà Cattolica, 2019, 176-190.
2. G. M. Colombás, El monacato primitivo, Madrid, BAC, 1975.
3. Apotegmas de los padres del desierto, Buenos Aires, Lumen, 1979, 163.
4. Recordemos que san Francisco de Asís no quiso, por humildad, ser ordenado más que de diácono. San Ignacio, en cambio, muy desde el principio sintió que Dios quería que fuera sacerdote, sobre todo para poder confesar (cfr. A. Queralt, «Vocación al sacerdocio en el carisma ignaciano» [1975: 153-170]).
5. G. M. Colombás, El monacato primitivo, cit., 98-100.
6. Ibid, 97.

 

Imagen e información de laciviltacattolica.es