Compartimos una reflexión de Eduardo Soto Parra S.J., Director Nacional del Servicio Jesuita a Refugiados de Venezuela, sobre la movilidad humana que se registra en nuestro continente y como nuestra colaboración y aporte como cristianos es crucial para mantener una relación humana con ellos, independientemente del estatus migratorio que logren alcanzar en los territorios donde se encuentran.

 

Para nadie es un secreto que, junto con el cambio climático, la Movilidad Humana es uno de los fenómenos sociales más importantes del Siglo XXI. Aun cuando desde tiempos ancestrales, los seres humanos siempre se han desplazado de un lugar a otro en busca de una mejoría en su situación o huyendo de peligros inminentes, la condición masiva y particularidades en las cuales esa migración se está dando a escala planetaria hacen que este fenómeno realmente impacte el modo en el cual se conforman las familias, las comunidades y la sociedad en general.

Una forma simple de medir el impacto de la movilidad humana en nuestro entorno es sencillamente preguntar, en un salón de clase o en una asamblea cuantas de las personas que allí están viven en el lugar donde nacieron. Si aun así el número es bajo, lo que suele ocurrir en lugares remotos o sociedades tradicionales, basta con hacer la misma pregunta respecto a sus padres o abuelos para el número se reduzca considerablemente. Podríamos decir que la movilidad es un fenómeno generalizado, pero no toda movilidad ocurre por las mismas causas y genera las mismas consecuencias en las personas que migran, ni en las sociedades o comunidades que reciben a esos nuevos miembros, seguramente trayendo consigo modos distintos de relacionarse con los demás y de satisfacer sus necesidades.

Migración y Refugio

Dentro del grupo de las personas desplazadas, destacan aquellas que lo han hecho no por propia y libre voluntad, sino que se han visto forzadas a cambiar de sitio y por ende, de vida. Mudarse, dentro o fuera de un mismo país, por presentarse nuevas oportunidades económicas o de desarrollo personal y familiar en esa otra localidad, es algo que muchos pueden contar en su historia familiar, y aun cuando puede comportar ciertas restricciones, dificultades y sacrificios, nunca se puede comparar a los sufrimientos, incertidumbres, vejaciones y heridas que reciben las personas o familias que han tenido que abandonar forzadamente su hogar con el fin de huir de una situación que sencillamente ya no pueden tolerar o que, incluso puede poder en riesgo su vida.

La comunidad internacional, inspirada incluso en historias y principios bíblicos, ha respondido a muchas de estas situaciones a través de la creación de la institución del ‘refugio’ obligando a los estados nacionales receptores de estas personas que forzadamente cruzan sus fronteras a recibirlos, a no devolverlos a los países de donde salieron, a darles asistencia y a procurar la reunificación con sus familias. Estos convenios internacionales que dieron lugar a esta institución de derecho internacional humanitario han sido recogidos en la mayoría de las naciones del mundo, con mayor o menor énfasis en la protección que debe ofrecerse a estas personas. Sin embargo, dada la enorme responsabilidad económica y política que comporta el reconocimiento de una persona o comunidad como refugiada, muchas veces los estados tienen a ‘invisibilizar’ a sus refugiados, y haciéndolos parecer como migrantes voluntarios o incluso dejándolos en una zona gris, que dificulta el otorgamiento del estatus que le permitiría gozar de la protección internacional y nacional que su situación moral y jurídicamente exige.

Misión Cristiana y Movilidad Humana

¿Qué tiene que ver todo esto con la misión de un cristiano en la sociedad de hoy? Pues simplemente que a la hora de vivir nuestra vida de fe y de realizar nuestro aporte en la sociedad, para un cristiano esas diferencias y particularidades solo han de existir para ver de qué mejor modo podemos acompañar, acoger, servir, proteger, integrar, escuchar a todos aquellos que forzadamente han tenido que movilizarse y llegar a países, territorios, ciudades y pueblos distintos en búsqueda de una vida que les fue negada o puesta en riesgo en otra parte. Las comunidades cristianas y quienes hacemos vida en ellas, no podemos ser indiferentes a esta dura realidad presente, en mayor o menor medida en el mundo entero. Además, dadas las restricciones y recelos que existen en los estados respecto a esta población, nuestra colaboración y aporte es crucial para mantener es estándar de humanidad en la relación con ellos, independientemente del estatus migratorio que logren alcanzar en los territorios donde se encuentran.

Es aquí donde el mandato de hospitalidad ("era forastero, y me hospedasteis" Mt 25,35), tan fuertemente expresado en la Biblia (Heb 13,2; Gen 19:1-3, 6, 7; Jue 6, 11-14, 22; 13,2, 3, 8, 11, 15-18, 20-22), experimentado y aprovechado por algunos de sus más insignes protagonistas tales como Abraham (Gen 14:18-20), José y sus hermanos (Gen 45,20), Moisés (Exo 18,7), David (1Sam 22,4), Eliseo (2 Rey 4, 8) Rut (Rut 2,11-13), entre muchos otros, cobra un sentido muy particular para quienes nos consideramos cristianos. El mismo niño Jesús, fue llevado por sus padres a Egipto, para salvar su vida de la arbitraria y cruel decisión de quien no escatimó en actuar injustamente para eliminar toda posible amenaza  a la permanencia del poder que ostentaba.  Esta impactante imagen de un Jesús indefenso, salvado por el amor de sus padres y la movilización que lograron hacer a tierras extranjeras es un recordatorio permanente de la presencia de Jesús en todos esos hombres, mujeres, niñas y niños que han tenido que vivir situaciones similares y que hoy en día deambulan por nuestras calles, hacen fila en los servicios y reclaman de nosotros el trato humano que no les fue negado en Egipto a la sencilla familia originaria de Nazaret.

Este desafío para todos los cristianos, ha sido reiteradamente señalado por el Magisterio de la Iglesia. El Concilio Vaticano II recogió principios que ya se venían elaborando desde finales del siglo XIX y estableció directrices sobre esa actividad pastoral hacia los migrantes, invitando ante todo a los cristianos a conocer el fenómeno migratorio (cfr. GS 65-66) y a darse cuenta de la influencia que tiene la emigración en la vida. Se insiste en el derecho a la emigración (cfr. GS 65),[17] en la dignidad del emigrante (cfr. GS 66), en la necesidad de superar las desigualdades del desarrollo económico y social (cfr. GS 63) y de responder a las exigencias auténticas de la persona (cfr. GS 84); tal y como lo señala en su número 21 la Instrucción “Erga Migrantes Caritas Christi” del extinto Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, creado en 1970 y suprimido por papa Francisco en 2017 al instaurar el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, dentro del cual se encuentra la Sección especial para Migrantes y Refugiados.

En fidelidad a este espíritu y sentido de misión, Papa Francisco ha desarrollado su pontificado con especial atención a la realidad de los Migrantes y Refugiados, no limitándose esto a la celebración de la Jornada Mundial del Migrante –la cual se celebra anualmente desde hace más de un siglo—, sino también refiriéndose en diversas ocasiones a la necesidad de acoger con auténtica fraternidad, con una mirada compasiva y escucha activa a los migrantes que llegan a ser ‘prójimos’ de nuestras comunidades cristianas.  Tal y como lo señalo en 2019, el Papa nos anima a vencer nuestros miedos y a ver en la presencia de los migrantes y refugiados:

…una invitación a recuperar algunas dimensiones esenciales de nuestra existencia cristiana y de nuestra humanidad, que corren el riesgo de adormecerse con un estilo de vida lleno de comodidades. Razón por la cual, “no se trata sólo de migrantes” significa que al mostrar interés por ellos, nos interesamos también por nosotros, por todos; que cuidando de ellos, todos crecemos; que escuchándolos, también damos voz a esa parte de nosotros que quizás mantenemos escondida porque hoy no está bien vista.

Este llamado lo ha extendido también en su mensaje de 2020 a los denominados “desplazados internos’, señalando la importancia de comprometernos todos como Cristianos a involucrarnos, crecer y construir junto a todos los afectados por el fenómeno de la Movilidad humana una sociedad que se parezca, cada vez más, al plan original de Dios…, sin dejar fuera a nadie.

La Misión del Servicio Jesuita a Refugiados – JRS

Si bien esta invitación es para todos los bautizados de todas partes del mundo, hay algunos que podemos sentir un especial llamado a secundar la llamada que Dios nos hace en los Migrantes y Refugiados. Así, en nuestras parroquias, congregaciones y comunidades, se organizan grupos e instituciones especialmente dedicados a atender y acompañar a estas personas desde el horizonte de la Reconciliación, propuesto de manera tan renovadora por el Papa.  Por ejemplo, en el caso de Venezuela, el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS por sus siglas en Inglés) viene desde hace casi 20 años ofreciendo ese acompañamiento, servicio y defensa de las personas afectadas por la movilidad forzada. 

El JRS Venezuela ofrece un espacio en el cual la misión de los cristianos junto a los migrantes puede ser vivida a plenitud, no solo con quienes han venido al país en busca de protección, sino también con las familias y comunidades que se han visto afectadas porque alguno de sus miembros ha migrado. Todo ello en colaboración con otros cuerpos eclesiales, cristianos de otras denominaciones, organizaciones gubernamentales, nacionales e internacionales. Desde esta presencia cercana y solidaria, intentamos seguir construyendo en nuestro país y junto a quienes servimos, esa sociedad justa y humana, donde nadie tenga que huir forzadamente de su hogar, y donde todos aquellos que se vean obligados a hacerlo puedan encontrar una comunidad que los recibe como familia y las oportunidades que requieren para desarrollarse plenamente, tal y como se relata en el Evangelio le ocurrió a Nuestro Señor Jesucristo y a su familia al refugiarse en Egipto.

La migración y el refugio se han convertido así, para el Cristiano del Siglo XXI en la oportunidad para encontrarse con Cristo, no solo desde la necesidad que puedan presentar aquellos que vienen de lejos, sino también por la invitación que se nos hace de escuchar sus historias, promover y dignidad y aprender de sus capacidades, coraje y destrezas, la cual pueden ser apreciadas sin discriminación de etnia, religión o nacionalidad. Nuestras comunidades igualmente están invitadas a abrirse en esa nueva dimensión que integra a los otros y que les respeta en sus diferencias. Ya no podemos anteponer como excusas nuestras diferencias culturales y de origen a la hora de aproximarnos a esta realidad que activa tantos temores y sospechas en nosotros, impidiéndonos dar el testimonio y servicio que como Discípulos y Misioneros de Cristo hemos de dar en el mundo.

 

Por: Eduardo Soto Parra S.J.

Venezolano, Jesuita, Sacerdote, Abogado (UCAB) y Doctor en Paz y Conflicto Social (Universidad de Manitoba, Canadá). Actualmente se desempeña como Director Nacional del Servicio Jesuita a Refugiados JRS-Venezuela.