Negros, lisos, largos... Miles de mujeres indígenas de América hemos aprendido a entrelazar nuestros cabellos para ordenar y rumiar las ideas que pasan por la cabeza y el corazón y del corazón a la cabeza. Son las extensiones del pensamiento que, a pesar del duro trabajo diario, se mantienen unidas en una trenza, atada con los colores del arcoíris. Cabellos que al dar paso a las canas van develando la sabiduría acumulada que sostienen la fe y la esperanza de vivir en un mundo libre de males, en un lugar donde todos y todas tienen un espacio, sin exclusión de ningún tipo.

Soy Jeannette, hija de Florinda y Nazario, dos jóvenes mapuches, migrantes del campo, que un día decidieron formar familia en las periferias de Santiago, la capital de Chile. Aquí aprendimos a expresar nuestra fe en Dios en una comunidad católica con catequistas férreamente alineadas con la Teología de la Liberación. Mujeres que nos mostraban un rostro de Jesús diferente al de la homilía del párroco de turno. Un Dios solidario y sediento de justicia en tiempos de la dictadura militar. Un Dios Libertador, compañero del Pueblo.

Desde pequeña he sentido la profunda necesidad de conocer el mundo mapuche hasta querer emprender en mi adultez, el viaje en búsqueda de la identidad indígena que me fuera arrebatada aún antes de nacer, cuando los profesores de mis padres los castigaron por hablar el mapudungun, la lengua del pueblo mapuche. Identidad fracturada por la discriminación laboral que experimentaron mis abuelos por ser indígenas que trabajaron como esclavos de los chilenos. Identidad expropiada y marginada a la exclusión social cuando mis abuelas fueron humilladas y obligadas a vender sus joyas para tener un trozo de pan para sus familias. Identidad que tuvieron que callar y ocultar para defender la vida y el futuro. Transmitir la cosmovisión heredada de sus antepasados significaba, castigo, degradación, muerte. Soy consciente de que soy descendiente de los y las sobrevivientes de los horrores del genocidio colonial.

Traigo a la memoria a mis ancestras y ancestros, porque de ellas y ellos vengo, de ellas y ellos nacen mis búsquedas, luchas y resistencias. Soy parte de sus cabellos. Esta memoria con memoria a tierra, a aromas, texturas, sonidos, colores que llegan a mi mente y a mi corazón aun cuando no los conozco. Una especie de visión, de intuición arraigada en las profundidades del misterio de la vida y de la fe.

Memoria… ¡Bendita Memoria que se abre paso a la luz a pesar de todo signo de muerte! Memoria que resiste y que atraviesa mis dos trenzas como dos fuentes que descubren mi historia, mi identidad y mi espiritualidad: mapuche y católica. Juntas, pero no revueltas.

No ha sido fácil tomar la decisión de usar hoy el tukuluwün – vestimenta mapuche de la mujer-. Me atrevo a hacerlo porque vistiéndolo he ido descubriendo su significado, su sabiduría y simbolismo. Lo hago porque es un acto de resistencia, sabiendo que muchos me gritarán con la mirada: “¡India!” sabiendo que con cada paso mis joyas sonarán de tal forma que simularán el susurrar de las aguas del río con la brillantez de la luna sobre un negro estelar. Presentarme en mapudungun es un acto de rebeldía y resistencia porque la lengua de la tierra requiere ser escuchada. Respetar a los ngen (energías cuidadoras de un lugar), pidiendo permiso para entrar a un bosque, cortar una planta, sacar una piedra, es un acto de resistencia reconociendo las fuerzas espirituales que los habitan y que hoy se convierten en espacios martiriales porque las empresas extractivistas insisten en desnudar, saquear y destruir.

No soy solo yo. Ya otras compañeras y hermanas de todo el continente iniciaron el camino de resistencias. Si no lo hiciéramos perderíamos lo poco que nos queda. Somos semilla resistente a todo tipo de genocidio. Nuestros antepasados nos fortalecen porque nunca murieron porque siguen siendo Memoria Viva.

Siempre tuve la certeza de que la política y la fe eran dos realidades indisociables para vivir en un mundo al más puro estilo de Jesús de Nazaret. Sigo viendo con gran tristeza que la Iglesia se pudre y estanca en sus liturgias sin vida, en cumplimientos de normas que ciegan a los “infeligreses”. A pesar de todo ese hielo, las mujeres nos mantenemos firmes a la Palabra de Dios. Nos apoyamos en la mano de la comunidad, construyendo nuevas relaciones con las personas, con la naturaleza, con Dios. Nos abrimos a la diversidad y a toda la riqueza que ella nos regala. No tenemos miedo a las diferencias.

Si Dios, en su obra creadora lo hizo todo bien desde el Principio, ¿Por qué los indígenas tendríamos que dejar de vivir y alimentarnos desde nuestra espiritualidad como si nuestros rituales fueran inferiores? Jesús se lo habría dicho a las extranjeras con quienes compartió en su camino y no lo hizo. Si Él no lo hizo, ¿Por qué la Iglesia y los cristianos nos inferiorizan? Somos fuente inagotable de sabiduría. ¡Ellos nos crearon a su imagen y semejanza!: mujer, varón, cristiano, indígena…

Los Pueblos originarios tenemos tanto que aportar a la Iglesia y a la sociedad de hoy si quisieran escucharnos de verdad, si quisieran abrirse a los cambios. Pareciera que siempre llega atrasada a lo importante y relevante. Tenemos tanto que dialogar para cuando nos visibilicen y nos vean como Otras, no otras. Sabemos de silencios contemplativos para escuchar hablar a los árboles, sabemos de observaciones de los cielos, de los cambios de ciclos, del lenguaje de los ríos… Sabemos de oración corporal al ritmo de los instrumentos del corazón que hacen vibrar las buenas energías. Sabemos del cuidado de las hierbas medicinales que curan las heridas del cuerpo y las del espíritu. Sabemos del rescate de las semillas que Monsanto quiere manipular genéticamente. Sabemos de la experiencia comunitaria solidaria, de la crianza compartida, de la inclusión de los ancianos, de los niños, de los jóvenes, de los extranjeros. Creemos en la fuerza del intercambio de productos y de economía solidaria.

La Iglesia tiene que sacudirse de sus estructuras de muerte e ir a su fuente verdadera: Jesús de Nazaret, el Profeta. Debe restregarse fuerte y abrazar la vida, tal como lo hacen muchas mujeres indígenas que son amenazadas, perseguidas e incluso “suicidadas” en nuestra Abya Yala. Seguramente Él sí estaría escribiendo carteles y saliendo a las calles y donde fuera necesario, junto a las machi (autoridades espirituales) y cuidadores y cuidadoras de la Madre Tierra en defensa de los espacios martiriales que hoy son amenazados por las grandes empresas extractivistas de todo tipo de recursos: Marítimos, Mineros, Hídricos, Agrícolas, Espaciales. ¡Sí! Jesús de Nazaret sería la voz de los sin voz. El Profeta que se enfrenta a los poderosos para proteger a los pequeños.

Mientras la Iglesia no tome conciencia de su caída y se convierta eliminando los “monos” de sus liturgias y discursos (monotemático, monólogos, monodogmático, etc), será más del diablo que de Dios.

Humildemente lo digo yo que me llamo Jeannette (francés) y quien hubiese querido llamarse como su bisabuela: Naytuy (la que libera), hermana y amiga de Jesús de Nazaret y su Madre María.

 

Red Solidaridad y Apostolado Indígena
Jeannette Curinao Alcavil - 
Mujer indígena Mapuche