Este sábado 2 de julio ha sido proclamado nuevo beato de la Iglesia el Padre Juan Antonio Solinas SJ, junto al sacerdote diocesano Pedro Ortiz de Zárate, conocidos como los Mártires del Zenta en Argentina.

El P. Solinas, oriundo de Cerdeña (Italia), nació en 1643 e ingresó en la Compañía de Jesús a los 20 años. Una vez ordenado sacerdote en 1673 fue enviado a América Latina para evangelizar a la población guaraní, en los territorios que hoy corresponden a Paraguay, sureste de Bolivia, norte de Argentina, sur de Brasil y Uruguay.

El P. Pedro Ortiz de Zárate, que era oriundo de Jujuy (Argentina), tuvo un recorrido de fe más largo: se casó y tuvo dos hijos, pero tras la muerte repentina de su esposa (en 1654), emprendió el camino del sacerdocio en la diócesis de Tucumán, siendo ordenado en 1657. Después de varios destinos fue nombrado párroco de Jujuy.

Ambos sacerdotes vivieron su ministerio impulsados por un gran deseo evangelizador de los pueblos indígenas, queriendo llegar incluso a una zona conocida como el "desierto verde" (desde el sur de Bolivia hasta el noroeste de Argentina), poblada por pueblos originarios. Un sector de este territorio, al sur del río Pilcomayo, era lugar de constantes y duras resistencias indígenas y represiones armadas, donde ya habían perdido la vida más de 20 jesuitas.

El P. General Arturo Sosa SJ nos narra, en una carta enviada con motivo de la beatificación del P. Solinas, los hechos que desencadenaron el martirio:

Juan A. Solinas había manifestado que estaba dispuesto a evangelizar a estos grupos y quedarse allí con ellos, sin abandonarlos, dándoles “los alimentos necesarios y todos los otros beneficios posibles”. Efectivamente, según el testimonio de un contemporáneo, Solinas –abnegado, acostumbrado al sufrimiento, dócil y suave de carácter y muy querido por sus compañeros- “era ayuda para los pobres, a los que proveía sustento y vestido: médico para los enfermos, que curaba con gran delicadeza; y universal remedio de todos los males del cuerpo. Por esto los indios lo veneraban con afecto de hijos”. El jesuita sardo terminaba su carta: “¡Que Dios tenga cuidado de nosotros!”

La expedición misionera organizada en 1683 por el P. Ortiz de Zárate intentaba establecer las paces con los grupos indígenas que habían asolado las fronteras de Jujuy y lograr la reconciliación entre criollos y pueblos originarios. Tres jesuitas formaban parte de la expedición que atravesó el valle del Zenta (actual Orán), al este de Jujuy: los PP. Juan Antonio Solinas y Diego Ruiz y el Hno. Pedro de Aguilar. En el mes de octubre los PP. Ortiz de Zárate y Solinas fijaron sus tiendas en las inmediaciones de la capilla de Nuestra Señora de Jujuy, a unas cinco leguas del fuerte de San Rafael. Con ellos, en un grupo de dos españoles y dieciséis aborígenes, había un mulato, un negro, una mujer indígena y dos niñas.

Cuando estaban celebrando la paz, se presentaron unos quinientos indígenas tobas, mocovíes y mataguayos, junto con varios caciques. Durante unos días los rodearon y los amenazaron. La mañana del 27 de octubre de 1683 los sacerdotes oraron y celebraron la eucaristía. Después hablaron de Dios con sus asediadores, en tono amistoso. Por la tarde, al parecer azuzados por hechiceros de sus clanes, los atacantes cargaron con flechas, lanzas, garrotes y macanas contra los misioneros y todos sus acompañantes, asesinándolos cruelmente. Tal como cuenta un aborigen de la misión que pudo escapar a caballo, cuando llegaron tropas españolas desde Salta dispuestas a hacer justicia, el P. Diego Ruiz se lo impidió: “Hemos venido a convertir infieles, no a matarlos”.

Con la muerte de estos mártires que celebramos, desgraciadamente, se deshizo una misión en la que habían colaborado estrechamente miembros del clero secular con la Compañía de Jesús en un proyecto eclesial conjunto y ambicioso. Había tanto que hacer, que Ortiz de Zárate y Solinas habían pedido al Provincial otro jesuita más, con el siguiente perfil: “Primero, debe ser totalmente desprendido del mundo y bien resuelto en los peligros y dificultades; segundo, su caridad debe ser suma, para nada miedoso, con un rostro alegre, un corazón amplio…”. Los misioneros eran bien conscientes de las dificultades, pero, al mismo tiempo, vivían su vocación con entusiasmo entregados a los nativos, como muestra el hecho de que un buen número de ellos –cuyos nombres se desconocen- fueran asesinados al mismo tiempo. Se ve, pues, cómo la fe transmitida por los misioneros había calado en la vida de estos 18 laicos: hombres, mujeres y niños, indios y españoles.

La fidelidad de estos mártires en perseverar en su empeño de reconciliación entre diversos grupos de la zona, llegando a la disposición a dar la vida por ello y a perdonar a sus agresores, nos permite comprobar su jerarquía de valores cristianos. Por otro lado, la atención conjunta a la persona de parte de Solinas y sus compañeros –como médicos del cuerpo y del alma- deja patente cómo la acción evangelizadora, conducida por la gracia de Dios, quiere responder a los anhelos de cada ser humano, comunicándole la vida integral que ofrece Jesucristo.

 

Información de jesuits.global