Compartimos el artículo de Fernando Montes SJ, publicado en la Revista Mensaje de Chile (Nº 698, mayo de 2021)*, sobre el Año Jubilar Ignaciano.
El 20 de mayo de 1521, Ignacio de Loyola cayó herido defendiendo Pamplona. Ahí comenzó el proceso de conversión que cambió su vida. Al cumplirse 500 años de esa fecha, el Superior General de los jesuitas, Arturo Sosa, escribe: “La Compañía universal, unida a sus amigos y a toda la Iglesia, quiere recordar aquel momento privilegiado en que el Espíritu Santo codujo a Ignacio en su decisión de seguir a Cristo”. El P. Sosa nos invita a celebrar un año ignaciano que ayude a proyectar en nuestras vidas la experiencia personal del hijo de Loyola.
La revista Mensaje desea unirse a dicha celebración y hacer partícipes de ella a sus lectores.
Hay pocos santos en la historia de la Iglesia cuya vida haya sido más tergiversada que la de Ignacio. El éxito de la Compañía, el poder que alcanzó con sus colegios y universidades, su influencia en las artes, la economía y la política, las luchas entre católicos y protestantes, y la exaltación del barroco generaron una imagen distorsionada del santo. Al contemplar la grandiosa estatua que adorna su tumba se constata que tiene poco que ver con ese vasco silencioso, reflexivo y acogedor. Si bien se reconoció el valor de sus Ejercicios Espirituales, por siglos comentaristas e historiadores no fueron al fondo de su espiritualidad.
Para entender cabalmente a Ignacio es necesario seguir paso a paso el proceso de su “conversión” desde su convalecencia en Loyola hasta su madurez romana.
A los 28 años recibió la herida que cambió su vida “desgarrada y vana”, propia de “un hombre dado a las vanidades del mundo...con gran deseo de ganar honra”[1]. El había vivido desde chico junto a la corte de los reyes de Castilla, no como militar sino como cortesano, participando en torneos y con los ideales de los caballeros andantes. El primer paso de su conversión fue salir de ese mundo.
Postrado en su lecho de enfermo descubrió su interioridad. Sintió que Dios le hablaba a su corazón, pero también percibió que era tentado por ideas que lo alejaban del Señor. Poco a poco aprendió a discernir, porque no tenía claro su futuro. Quería hacer grandes cosas por su Señor como habían hecho los santos.
Recuperado de su enfermedad decidió emprender una peregrinación para clarificar la vocación a la que Dios lo llamaba. Tenía los ojos puestos en Jerusalén. Sin embargo, reconoce que todavía estaba ciego[2] . Se dirigió al santuario de Monserrat. Con mentalidad de caballero andante hizo una vela de armas ante la Virgen. Entregándole su espada y su puñal a nuestra Señora, se armó caballero de Dios. Le donó su cabalgadura al monasterio y regaló sus ropas a un mendigo. Hizo una confesión general de su vida y vestido de peregrino comenzó una búsqueda que duró años. Ya era un hombre de Dios.
Esquivando Barcelona porque lo podían reconocer, se dirigió a Manresa donde permaneció varios meses. Hizo ahí un verdadero noviciado. Dios le fue enseñando como un maestro de escuela.[3] Sin mucho discernimiento practicó exageradas y duras penitencias y ayunos. Hacía siete horas de oración. Su corazón fue agitado por agudos sentimientos de escrúpulos y desolaciones que lo llevaron hasta pensar en el suicidio. El deseaba hacer grandes cosas por Dios, pero seguía encerrado en su interior.
El contacto con personas piadosas le permitió dar un paso de conversión. “Viendo el bien que hacía en las almas dejó los extremos que antes tenía”.[4] “El bien de las almas”, es decir de las personas, fue una motivación constante de su obrar hasta el fin de su vida.
En ese periodo desarrolló el núcleo de lo que serían sus ejercicios espirituales y su espiritualidad. Experimentó la presencia de Dios, la humanidad de Cristo, la cercanía de la Virgen, la devoción a la eucaristía. En una visión junto al rio Cardoner entendió el misterio de la creación; encontró a Dios en todas las cosas y amó a todas las cosas en Dios. Desde entonces fue un contemplativo en la acción, descubrió que para servir a Dios no era necesario encerrarse o huir del mundo pues su casa era el mundo. En los primeros siglos del cristianismo quienes querían encontrar a Dios, siguiendo ideas estoicas, se apartaban de la gente y huían al desierto. Ignacio nos mostró que a Dios se lo puede encontrar y servir entrando en el mundo ordenadamente como Jesús. Fue un modo diferente de contemplación y un gran paso en su conversión.
A comienzo del año 1523 viajó a Jerusalén. Su “propósito era quedarse en aquellos lugares santos y ayudar a las animas”.[5] Para desconcierto del peregrino, el superior franciscano le obligó a volver a su tierra.
De regreso a Barcelona tuvo que “reinventarse”. Rehízo su discernimiento anterior sobre el modo de mejor servir a Dios y a las personas. A pesar de sus 30 años, vio que haría un bien más universal estudiando letras. Comprender que la formación integral del ser humano era importante, fue otro paso significativo en su progreso interior. Tuvo que aprender latín y gramática como un niño y después cursar estudios superiores. Estudió en Alcalá y luego en Salamanca, donde su modo de vivir alertó a la Inquisición que lo tomó preso. Esto lo determinó a irse a Paris donde estuvo 7 años. Ahí obtuvo su licencia en Arte y Filosofía, adquirió los rudimentos de la teología y del humanismo renacentista. Conoció también la reforma protestante.
En este período se produce un paso más en su desarrollo espiritual: comprendió que su experiencia religiosa y apostólica no debía hacerla solo. Paulatinamente fue formando un grupo de compañeros. Todos ellos hicieron los ejercicios, se empaparon de un mismo espíritu e hicieron votos de pobreza y castidad con el compromiso consagrase a Dios e irse a Jerusalén. Prometieron además que, si no podían quedarse en Palestina, se pondrían a disposición del Papa para ser enviados adonde hubiese mayor necesidad. Entre ellos solo uno era sacerdote. Todos tenían formación y títulos académicos; provenían de diferentes países; eran de diversas clases sociales y no faltaban entre ellos “cristianos nuevos”. Ahí se gestó la Compañía.
Ignacio, que ejercía un liderazgo en el grupo, por su salud debió volver a España. A comienzo de 1537 los compañeros se reencontraron en Venecia y habiendo obtenidos los permisos para viajar al oriente, recibieron la ordenación sacerdotal. Pero la presencia de los moros en la costa hizo imposible emprender el proyectado viaje.
Ante esa situación decidieron ir a Roma. En medio de sus múltiples apostolados realizaron un discernimiento comunitario para ver, como grupo, cuál sería su futuro. Se conservan las actas de esa deliberación. Para prolongar en el tiempo y en el espacio las gracias recibidas, decidieron fundar una congregación que se llamaría Compañía de Jesús. Serían libres para moverse por el mundo haciendo el bien, no tendrían hábito y no cantarían diariamente el largo oficio divino. Al crear colectivamente la Compañía dieron un paso más en el camino de conversión.
Además de la vida interior, de la contemplación en la acción, del llamado a servir a los otros, de la necesidad de estudiar para hacer ese servicio más universal y profundo, intuyeron la necesidad de institucionalizar su grupo. Redactaron un documento con los puntos esenciales de su proyecto: Un cuerpo disponible para el servir a Dios y a las almas, radicalmente misionero, en extremo flexible para poder ir decidiendo lo que se debía hacer según tiempos lugares y personas.
El Papa Paulo III en 1540 reconoció oficialmente a la Compañía.
Ignacio, que ejercía una cierta paternidad, fue elegido superior asumiendo la tarea de institucionalizar la nueva orden. Los Padre Polanco y Nadal lo ayudaron a escribir las constituciones, a difundir el espíritu y a generar los lazos en un grupo tan disperso y numeroso. (Al morir Ignacio ya eran 1000 religiosos repartidos por Europa, África, Asia y Sud América). Se conservan 7.000 cartas en el epistolario de Ignacio. Habían pasados veinte años desde la herida de Pamplona.
Al recordar a Ignacio, la historia se fijó más en el gran organizador que en el místico que había seguido paso a paso el llamado de Dios en un lento proceso de maduración.
En 1548 los jesuitas fundaron su primer colegio en Mesina (Italia) dándole una forma nueva a la formación humanista que se había introducido en ese país. El estudio de la literatura greco latina, las artes, la música, la retórica, la cultura se convirtieron en un nuevo modo de evangelizar y formar a las personas. Los colegios se multiplicaron por el mundo.
Siendo los colegios gratuitos, debían poseer propiedades y rentas para poder financiar sus costos. Aunque los jesuitas eran reconocidamente austeros en su vida comunitaria, la orden acumuló una impresionante riqueza.
Eso tuvo consecuencias enormes en la vida de la orden y en su relación con la sociedad. La mayoría de los jesuitas se dedicó a la educación abandonando la itinerancia inicial. Varios de ellos fueron grandes científicos como Cristóbal Clavius quien elaboró el calendario que hoy usamos.
La cantidad y diversidad de personas que formaron en el mundo de la cultura, de las artes y de la política es impactante. Descartes, Moliere, Racine, Cervantes, Calderón, Lope de Vega, Voltaire, Diderot y Robespierre, entre otros, y también muchos príncipes, se formaron en colegios de la Orden.
Sin embargo, ese poder espiritual, social, político y económico generó innumerables problemas, envidias, codicias y odios. La formación de conciencias libres los llevó a duras luchas con los jansenistas. Su aprecio a la naturaleza humana hizo que los acusaran de semi pelagianos. Se publicaron panfletos en su contra como “Las monita secreta”[6] acusándolos de hipócritas y manipuladores. Pascal, Hume, Voltaire y muchos otros los atacaron con saña hasta lograr su expulsión de muchos países y finalmente su total extinción antes de la revolución francesa.
Al comenzar el siglo XIX se refunda la Compañía, pero el mundo había cambiado. El racionalismo positivista atacaba a Iglesia y a la religión y la orden fue refundada con un tinte conservador para defensa de una Iglesia acosada.
Esta evolución, ocultó lo mejor de San Ignacio que en su tiempo había pretendido formar seres libres, amantes de Dios, serviciales, seguidores de Cristo, capaces de salvar la proposición del prójimo y de crear una sociedad justa. El autor de los Ejercicios Espirituales había insistido en la importancia de la humildad y terminaba su obra llamando a descubrir el gran amor de Dios presente en todo y pidiéndole al Señor que nos diera su gracia porque eso bastaba para una vida plena.
El Concilio Vaticano II nos ha invitado a volver a nuestros orígenes redescubriendo el carisma inicial.
La espiritualidad del Ignacio tiene hoy una enorme significación. Como nosotros, él vivió en una época de hondos cambios culturales. En el siglo XV cuando nació, se produjo la invención de la imprenta, el descubrimiento de América y la primera globalización. Durante su vida se tomó conciencia que la tierra no era el centro del universo. Se produjo un cambio de época que generó gran desconcierto. Se acabó la Edad Media. Se quebró la Iglesia, Europa se dividió y comenzó el desarrollo acelerado de las ciencias.
En su lecho de enfermo y aislado, como estamos nosotros en la pandemia, escuchando las voces interiores, comenzó un proceso que fue reconfigurando su mente y su corazón para ordenar y dar un pleno sentido a su vida con el amor y el servicio. En el desconcierto tuvo que discernir el camino y les enseñó a muchos a hacer otro tanto. Fue capaz de soñar lo más alto y a la vez preocuparse de lo pequeño, caminar pisando en la tierra, pero con la mirada alta. Nuestro tiempo vive también el desconcierto y como nunca necesitamos que nos enseñen a discernir el sentido de la vida en medio de la confusión. En eso Ignacio puede ser un ejemplo y un maestro.
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[1] Autobiografía 1
[2] Autobiografía 14: ver también 20
[3] ibid 27
[4] Ibid. 29
[5] Autobiografía45
[6] publicado en 1615 por el exjesuita, expulsado de la orden, Jerome Zahorowski
*Artículo compartido por el autor